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— ¡El codo! ¡Más alto!

El balón pesaba como un saco de piezas de hierro para el pequeño Oleksandr. Además, casi dos horas le contemplaban en aquella cancha de cemento. La lluvia no ayudaba, pero ninguno de los niños allí presentes se atrevía a levantar la voz para pedir clemencia. 

Oleksandr había empezado a jugar al balonmano porque su abuelo, Andriy  Kostyukov, fue olímpico con la URSS en su momento. La medalla que se mostraba encima de la chimenea, y lucía gracias a los cuidados de la abuela Yuniya, era un orgullo familiar.

Al mismo tiempo, aquel trozo de metal con el que nunca le dejaron juguetear, parecía ser una losa para su padre. Tener el mismo nombre no conllevaba heredar las cualidades atléticas, así que Andriy hijo nunca pudo destacar en el deporte y lo hizo en sus estudios. Tuvo claro que su descendencia no cargaría con el peso de un nombre grabado en oro. Así, cuando Oleksandr nació, eligió uno sin antecedentes familiares.

— ¡Doblamos las rodillas! ¡Acompañamos en el salto!

El abuelo Andriy no era el entrenador oficial, pero dirigía sin permitir un segundo de relajación. El esfuerzo y el sacrificio llevaban al éxito, decía siempre. Y aunque no le faltaba razón, puede que el nivel de exigencia para chavales de doce años fuese demasiado elevado. Sólo quizá. Nadie había osado debatirlo con él. 

Ruslan había vomitado en una esquina tras una serie interminable de contraataques y Yaroslav tenía las rodillas peladas y sangrientas tras varias caídas. Eran los mejores amigos de Olek, sufrían como él, amaban el balonmano y tenían un miedo atroz al general Andriy Kostyukov. Eran un equipo.

El silbato sonó y cayeron extenuados. Como la lluvia arreciaba, recogieron con rapidez los balones y las redes de las porterías. Lo metieron en el viejo cuarto que hacía las veces de almacén y se dispusieron a salir. Un pitido de automóvil detuvo a Olek. Su padre había ido a buscarle. Y debía ser importante, porque nunca, jamás, había visto que se acercase por una cancha de balonmano.

Y sí, lo era.

Los padres de Olek, Andriy y Anna, llevaban siempre una pulsera con dos aes entrelazadas. Era algo demasiado enrevesado, incluso para los románticos, pero se habían conocido en el colegio y no se habían vuelto a separar. Anna había ayudado mucho a su marido a decidir por sí mismo y no convertir las opiniones de su padre en las suyas. Por eso, entre otras cosas, había resuelto estudiar una ingeniería, abandonar el deporte y desplazarse, cuando se presentó la oportunidad, a Kiev para formar parte del equipo que asumiría la gestión y mantenimiento del cierre definitivo de la central de Chernóbil, amén de la construcción de un nuevo «sarcófago» para el reactor. Eran los principios del siglo XXI y el mundo experimentaba una bonanza económica que, sumada a la apertura de las ex repúblicas soviéticas, creaba un clima favorable para crecer en todos los ámbitos.

Olek no lo veía así. Ni parecido. Hacía tres años que Kiev era su hogar y cada día iba al cibercafé Kanapa a conectarse por Messenger con Yaroslav. Le contaba que el equipo iba muy bien, que Ruslan había sido seleccionado en el combinado de su región y que su abuelo no paraba de reclamarles más y más energía. Olek leía esto en la pantalla y se hundía en el asiento. Sus abuelos no aparecían por su nueva casa. En su día, este discutió con su padre la decisión que iba a tomar. El otro insistió en que era algo que atañía a su familia y, desde ahí, el abuelo interpretó que su hijo no le incluía en ella.

Yaroslav le hablaba de las chicas que habían crecido en su antiguo instituto. «Ya son auténticas mujeres rusas», le escribía entre signos de admiración y emoticonos amarillos.  

Olek fue espaciando sus comunicaciones con Yaroslav porque no le hacían bien. Como signo de rebeldía, se apuntó al equipo de balonmano nada más iniciar su primer año universitario. Que su padre se desplazase más de cien kilómetros cada día, colaboró, sin duda, para que no se inmiscuyese demasiado en este asunto. A los meses de entrenamiento, Olek comenzó a crear lazos con sus compañeros. Y, al poco, con Yelena. Le sonreía. A él. Y un día se dio cuenta de que, aunque siempre había reconocido las dos aes de sus padres como el mayor símbolo de amor posible, una O y una Y tampoco quedarían nada mal. Siempre ha recordado aquel día. Nítido. Porque fue aquel en el que recibieron una llamada de teléfono diciéndoles que su abuelo había muerto.

El mundo creía que una pandemia en varios actos había sido suficiente castigo, cuando el presidente ruso decidió invadir el país y acercarse a Kiev. Andriy, que como parte del alto funcionariado del ministerio ucraniano lo veía venir, había intentado mandar a su esposa a casa de unos parientes en Brest, Bielorrusia. De ese modo, si las cosas se ponían feas, podría cruzar sin demasiados problemas la frontera polaca. Anna se había negado en rotundo a abandonar lo que llevaba casi veinte años siendo su hogar, a su marido y a su nieto recién nacido.

Olek, que había hecho carrera militar en su país de acogida tras la universidad, asumió, semanas después de haberse iniciado el conflicto, que el asalto a Kiev estaba cerca y que debían defenderlo como pudieran. Literalmente.

Una mañana, una patrulla rusa descolgada quedó aislada en un camino próximo a la ciudad. Olek, que protegía con un grupo de personas mal armadas esa vía de comunicación secundaria (poco importante, decían), fue avisado de su presencia. Cuando llegó a la zona, observó el fatal desenlace para la mayoría de la patrulla y varios de los suyos.

— No se han atenido a razones, general. Se les echó el alto, pero el hombre que les dirigía ordenó el parapeto tras esas zanjas y empezó a lanzar granadas. Estaban perdidos, pero insistió en atacar. 

Otro de los hombres tomó la palabra:

— Nunca había visto a nadie lanzar tantas granadas y con tanta precisión. A pesar de superarlos en número y posición, ese tarado sacaba el brazo y lanzaba una tras otra. Sólo se veía su codo justo antes de que la granada saliera despedida. 

Seguía relatando que, al poco, habían conseguido abatirlo, pero Olek se había quedado fijo en una parte: codo arriba. Lanza fuerte. Recto.

Salió como una exhalación hacia los cadáveres. Buscó y rebuscó entre una maraña de ropa y muerte. Su cara presentaba ira, inquietud. Hasta que lo encontró. Una pequeña cartera con el distintivo de identidad del fallecido soldado: Ruslan Tarkov. Y Olek cayó sentado en el suelo como si pesara más que un saco de piezas de hierro. Uno enorme y mojado por la lluvia. Y lloró. Y recordó cuando les decían que el esfuerzo y el sacrificio llevaban al éxito. E imaginó que al pobre Ruslan le habrían dicho eso muchas veces durante las últimas semanas.

Relato participante en el concurso

de ZENDA e IBERDROLA

#VocesDeUcrania

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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