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Era aún una niña cuando descubrió que los caramelos no eran gratis, el amor no duraba para siempre y el éxito no tenía secretos.

Los padres de Fabiola partieron peras un julio de los años noventa, en plena calorina y sin avisar. Es lo que tienen las sorpresas, que te trastocan sean felices o desagradables… pero sólo en el primer momento, el del choque con la realidad. «Mamá y papá ya no se quieren, cariño», que en idioma adulto suele significar que no se soportan dos minutos más ni por un millón de euros. Ella ya se lo olía. Papá corregía exámenes hasta tarde y mamá llegaba a última hora de entrenar. Así estuvieron un tiempo hasta que papá decidió compartir conocimientos con un grupo de trabajo y mamá entrenos con un señor de Medina del Campo. Todos contentos.

Fabiola actuaba de base en el equipo del colegio, aunque en las fotos de la clase siempre la ponían en la fila de arriba. Su madre jugaba con ella en el jardín hasta que se marchó a casa de Gerardo, un fulano con más pelos en los brazos de los que su padre jamás tuvo en la cabeza. En cualquier caso, nunca dejó que ganase. Ni siquiera que botara el balón con tranquilidad. Manotazo, giro, empujón, presión y robo. De manera continua.

–Jolín, mamá.

–Pero ¿qué es lo que quieres? ¿Encestar? Ven.

Y Fabiola se acercaba a la canasta y su madre le metía un gorro entre los ojos que ríase usted de los de lana feroesa. 

–Quizá no me hayas entendido antes. ¿Qué es lo que quieres?

Y así se pasaban una hora al día porque Fabiola, con doce años, apretaba los dientes hasta sangrarle las encías, pero no cejaba en el empeño de colocar el balón cerca del tablero.

Amaia llevaba el baloncesto en la sangre desde que su padre, un vasco corajudo y peleón llamado Ander, pasó por las filas del difunto Miñón Valladolid. En aquel equipo había obreros y ejecutores, y Ander era de los primeros. Cuando sus tiempos sobre el parqué se empezaron a difuminar, le ofrecieron un trabajo de comercial de alimentación, y así, él y su familia, establecieron la ciudad como nido. Amaia jugaba en el colegio de las Francesas y no hacía prisioneros. Era temida por rivales y compañeras. Su fama y rigor le llevaron a escuchar trinos más lucrativos, y Madrid recibió su juego, rápido y definitivo, como se recibe un tinto de verano cuando estás a treinta y cinco grados a la sombra. 

Tres años después de su marcha, la rodilla dijo que quería ir a Boston mientras Amaia prefería California. Así que, tras una visita de varias horas al taller de corte y confección del doctor Guillén, se consiguió que tuviera una vida normal y no fuera «Amaia, la cojita». Eso sí, de deporte de élite, ni hablar. Y la chavala, con veinte años pelados, volvió a casa.

En un centro educativo, trabajando, se conocieron los padres de Fabiola. Carlos fue el único con porte, arrojo y rapidez para responder a las borderías de ella, y esta decidió que era lo bastante guapo, interesante e inteligente para ponérselo con tacones. Cuatro años después, nació la niña. Le pusieron Fabiola, como la de Bélgica, porque Marías había muchas y Clara, que les gustaba a ambos, se llamaba la directora y le tenían algo de tirria. A los cuatro meses clavados, Amaia ya estaba dando clase de educación física y no toleraba que nadie le dijera que se tomase la cosas con más calma. Reposo era una palabra maldita en su léxico, y ahí empezaron las discrepancias entre el matrimonio. 

Pasaron los años y, aparte de lo docente, Amaia pasó a formar parte del cuerpo técnico del equipo masculino local. Una mujer entre tanto bigardo causaba estupor, de aquellas. Empezaron a multiplicarse las horas extra y las tardes de Carlos se dividían entre clases, columpios y lecturas. El distanciamiento cayó por su propio peso como caían los adversarios de Tyson, y un día pusieron las cartas sobre la mesa. Amaia llevaba tres reyes y Carlos apenas portaba dos sotas.

Fabiola pasó etapas y, con los años, mejoró como el vino en barrica de roble francés. Se quedó con su padre porque le venía mejor para acudir a las clases, pero las alarmas competitivas las trataba con su madre. La adolescencia se fue más jalonada de medallas que de chicos con acné, aunque también los hubo. 

Mamá y Gerardo se trasladaron a Boadilla por una oferta con muchos ceros y Fabiola enganchó varios semestres en Gonzaga, que era una universidad americana con fama de exigente, aunque no fuese de las que salen en los documentales de esfuerzo, superación y demás zarandajas de Netflix. Allí entrenaba Jill Barker, que jugó temporada y media con su madre en su periplo capitalino. Le hizo de guía y mentora, cenó a menudo con ella en casa. También sentó su blancucho culo en el banquillo en el primer partido de la temporada. Tres encuentros después, su espigada figura saltó a la cancha. Sacaron de banda y recibió el balón. Marcó una jugada con unos cuernos hacia abajo. Bloqueo, continuación, recibió de nuevo y dos puntos. La reacción, meditada, fue mirar a Jill como si hubiera robado su comida durante tres semanas y acabase de cobrarse la afrenta aniquilando a sus crías. Y así durante treinta y tres largos puntos.

Cuando acabó de ducharse y salió al aparcamiento, había muchos estudiantes esperando. La mayoría portaban banderines y camisetas de la universidad. Mientras firmaba autógrafos, Jill pasó por detrás y montó en su furgoneta. Bajó la ventanilla y esperó a que Fabiola terminase.

–¿Contenta?

La pregunta le pilló algo desprevenida, porque esperaba una felicitación tras tantos minutos de impaciente espera. Tenía hasta la contestación preparada. Algo semejante a «si me hubieras sacado antes, nos hubiera ido mejor». Pero esbozó una mueca de indiferencia y murmuró:

–Sí.

Jill abrió súbitamente la puerta del vehículo y se plantó al lado de su pupila. En un español acartonado, le gritó casi haciendo que sus narices se juntaran:

–¿Qué es lo que quieres?

Insistió un par de veces. Fabiola no supo qué hacer y rompió a llorar. Entonces, Jill la abrazó, la metió en la furgoneta y arrancó:

–Esto es la vida, querida. Luchar y seguir luchando. Mamá lo aprendió. Yo lo aprendí. ¿Quieres ganar? Prepárate. Cada día. ¿Hoy has ganado? Bien por nosotras. ¿Quieres una enhorabuena? No la esperes de mí. Porque hay doscientas jugadoras en este momento afilándose las uñas. Ayer no existías. Hoy, ya saben cómo te las gastas y estarán deseando destrozarte. Esa es la clave del éxito: que cuando lo logres habrá más gente intentando destruirte que alabándote. Y yo, perdóname, no puedo consentir que no estés educada para ello.

El silencio se adueñó del trayecto hasta la casa de Jill y durante el rato de la cena. Fabiola se quedó dormida en el sofá y su entrenadora habló por teléfono con Amaia durante más de media hora. Le estuvo contando lo que se le parecía su hija, cómo apretaba las mandíbulas cuando algo no tomaba el camino que deseaba y la chulería que desprendían sus gestos en la cancha. Rieron y acordaron limar la arrogancia y pulir ese tiro de tres un tanto difuso.

Cuando Fabiola regresó a España, ya estaba citada con la selección nacional. Su padre acudió al aeropuerto a recibirla y acercarla al lugar de concentración, a pesar de que la federación se ocupaba del transporte. Al montar en el coche encontró a su profe de química de 3º de E.S.O. Quedó claro que aquello era una encerrona, pero supo esquivar lo embarazoso del momento igual que sorteaba un dos contra uno. Carlos y Begoña, la jíbara, charlaban alegremente y ella sonreía. Su padre resplandecía por la reacción de su hija ante su primera novia tras el divorcio. Lo que no sabía es que ella estaba recordando todas las veces que esa cabeza enana pegada a un cuerpo estándar había entrado en clase. Al menos esperaba que fuese buena en la cama. Sabía que estaba bastante necesitado.

El recinto de la federación nacional tenía un nombre curioso: La Granja. Se lo habían puesto por los terrenos previos a la construcción del mastodonte dedicado al baloncesto que se erigía en el norte de Madrid. El delegado del equipo la recibió y ella se despidió de papá con un beso y de Begoña con un educado gesto.

–Tened cuidado al volver, que se os va la cabeza–dijo. Cabeza. Ups.

La primera sesión transcurrió con normalidad. Las veteranas apretaron para luego hacer de anfitriones acogedoras. Ella no lo necesitó. La respetaban, pues todas sabían que era la hija de Amaia Elicegui, pero tampoco pidió un respiro. Repartió en defensa y recibió en ataque. Comió algún codo y aprendió rápido con quien debía jugarse las judías. 

Siete días después, mamá y Gerardo visitaron la concentración. Hablaron con el seleccionador, se abrazaron con antiguos compañeros y… se fueron. Ni una palabra. El equipo se preguntaba por qué no se habían encontrado con Fabiola, pero ella ya había cruzado ese sendero antes:

–No se permitiría jamás que pensaseis que estoy aquí por ser su hija. «Pocas palmaditas, mucho trabajo». Creo que lo tiene colgado encima de la chimenea, donde el resto de las familias normales ponen frases de Mr. Wonderful.

El grupo estalló en carcajadas y Fabiola se ganó el mote que le acompañaría el resto de su carrera: Wonder. Maravilla. El chiste tuvo que ver, claro está, pero se lo ganó en cada centímetro de la madera. Un locutor deportivo se enteró y comenzó a usarlo en las retransmisiones. 

La cosa subió de nivel cuando ganaron el campeonato europeo y fueron recibidas por las autoridades. La hija del presidente del gobierno, tan prudente de manera habitual, se saltó el protocolo a sus nueve años y le pidió un autógrafo en un balón. Ella, solícita, firmó. La niña, al ver escrito en su balón algo parecido a Fabiola Marqués Elicegui, preguntó a su padre. Él, delante de todas las cámaras, comentó algo ininteligible y señaló a la jugadora. La niña se dio la vuelta y volvió con el balón a su lado:

–¿Puedes firmar como Wonder, por favor?

Otra vez risas y la condena definitiva a llevar el sobrenombre hasta el fin de sus días.

Años después, Fabiola se encontró con uno de aquellos críos con granos que conoció unos cuantos calendarios antes. Se hicieron gracia y se compraron una casa con jardín. Al poco, llegó Celia. Los mentideros deportivos comentaban que era el fin de su recorrido. Los que la conocían sabían que no había nada más lejos de la realidad. 

Estiró su carrera hasta los treinta y ocho y pudo entrenar con su hija. Amaia y sus arrugas se sentaban en el borde del terreno y veían como Fabiola taponaba cada lanzamiento de su hija. Una y otra vez. Al poco, la niña se enfadó de más y lanzó la bola contra la puerta del garaje. Su madre la agarró de la camiseta y le dijo bastante seria:

–¿Qué es lo que quieres? ¿Crees que los caramelos son gratis? Agarra ese balón y vuelve aquí.

Amaia sonrío a su hija y esta lo hizo de vuelta mientras Celia recogía la pelota. La abuela se levantó y pulsó un nombre en el teléfono: Jill Barker.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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