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Y las luces se encienden. Y la lluvia toma el mando a la vez que la noche cae sobre las aceras. Y nosotros de camino.
Una barra. Dos sillas. Quizá ella esperaba un caradura. Pero encontró infinidad de conversaciones regadas con cerveza y una luz tenue. Y se forja la complicidad.
La confianza creada anima a buscar otra atmósfera: callejera, plena de sonrisas y sudor bien encauzado.
Se llaman Sidecars, ¿no los conoces?
Ella mira de lado. Hace que sus ojos adquieran más brillo del que reflejan las luces de la sala.
Algo me suenan. Soy más de canciones que de grupos.
Pero se deja convencer. Y más confidencias. De desengaños pasados convertidos en letras y alguno reciente que forjó sus corazas. Las de los dos. Las que les hacen disfrutar de los momentos sin abrir la ventana del mañana.
Y el disco para. Y el directo se hace dueño del local. Y Juancho habla de pedir tiempos muertos. Y de pasar de cien a cero.
Él canta como si fuera un chaval de instituto. Ella no conoce el estribillo, pero lo adivina en sus labios. Ella no es una chica fácil. Y a él no le gusta lo fácil.
Ninguno sabe si valdrá la pena. Pero se lanzan. Y sí, ya habían tenido otra noche, curiosa, puede que ridícula. Pero el beso… El beso fue de película. Sin plan B. Directo y contra las cuerdas. Porque al final, dejarse llevar es lo que queda. Todo es frágil en este mundo, excepto los instantes de pasión. De fuego cruzado ente dos miradas libres.
Y así se fue apagando la noche y encendiendo la mañana. Y ella, que no era fan, lo fue. Y él siguió cantando sus canciones. Y ella confió esa noche a sus personas cercanas. Con sonrisas. Con luz:
– Sí, mientras tocaban Sidecars. ¿No los conoces?

 

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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