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El amor es paciente, amable y no tiene envidia, decía San Pablo a los Corintios. Cualquiera que haya vivido ese amor primario, voraz, salvaje, sabe que eso no es cierto.

El amor que te ahoga, que te quita la respiración en su ausencia y te la da cuando aparece, es asquerosamente egoísta. No se comparte, excepto con la otra persona. No se discute ni atiende a razones. Es una experiencia tan distinta y plena que impide recordar que somos individuos sociales que habitamos un mundo en coexistencia con el prójimo. De eso trata West Side Story. La antigua y la nueva. De no ver más allá.

Con los años, los corazones rotos y la erosión de la personalidad propia del que ha visto que hay luz más allá de esa primera llama, todo se torna soportable. Las múltiples corazas que compramos tras cada relación fallida o ejemplo contemplado nos hacen mesurados en la aventura, que sigue siendo osada (porque compartir tu vida con otra persona con otros modos, costumbres y, sobre todo, familias, es de ser valiente), pero a la que se accede con cierta prudencia.

West Side Story, además, trata de otros temas de calado e, incluso, actualidad, pero menos universales. Porque todos hemos sufrido el rechazo o el no ser correspondidos. El amor ciego de María y Tony, ese flechazo certero y mortal desde su modo más primigenio, es el desaire de Chino. El saberse querido menos, que es infinitamente peor que no serlo.

Confieso que las lágrimas acudían a mis ojos al observar una historia de amor tan sincera, tan exquisitamente rodada y, a la vez, tan trágica. La trama de Romeo y Julieta puede llevarse mil veces a escena y, siempre que sea tratada de un modo tan enérgico y bello y rodeada de unas tramas secundarias tan afiladas y dañinas como la de los Jets, los Sharks y Anita (majestuosa), seguiremos comprándola una y otra vez. Porque trata de nosotros, de lo que un día fuimos y ya no volveremos a ser, del miedo que podría darnos sentir esa luz un solo segundo más y, a la vez, la viveza que nos inundaría en ese breve lapso.

Spielberg juega con nuestros sentimientos. Sabe que conocemos la historia, que acaba irremediablemente mal, que es una partida de perdedores. Y aun así, nos hace creer durante un tramo de metraje en que Tony conseguirá huir de su pasado y destino criminal, que el arrojo de María superará los recelos de Bernardo, que polacos y portorriqueños no acudirán a su fúnebre cita.

El viejo (joven, de corazón) Steven tiene un aliado clave en Janusz Kaminski. Su fotografía inunda o vacía de colores cada escena. Las escaleras aledañas a los pisos son férreas barreras que apartan, separan como el mar se interpone entre el Lincoln Center y Puerto Rico. El contraste entre el frío de las zonas desoladas de una Nueva York destartalada y las calles atestadas de comercios boricuas te coloca en un vagón de montaña rusa que te zarandea y, por momentos, traslada a la improbable posibilidad de que todo salga bien.

Con la edad, uno aprende a apreciar lo que ocurre durante el viaje. West Side Story te devuelve, al encenderse las luces de la sala, a tu rutina con un malestar propio del que abandona un funeral. Porque durante dos horas y un sinfín de canciones inolvidables, has caminado con personajes tan cercanos que sientes un pinchazo en el alma al ver su triste fortuna.

Caminando por la noche, apenas treinta minutos después de terminar, asumí que María y Tony nunca más estarían juntos, que Anita seguiría bordando toda su vida hasta casarse, quién sabe, con el dueño de una tienda cualquiera, que Riff había encontrado lo que siempre estuvo buscando y que, al igual que los últimos treinta y pico años, yo identificaré cierto silbido con la historia de amor más descarnada que se pueda conocer; una historia que transcurre en América, pero podría situarse en Verona u otro sitio perdido de la mano de un Dios que ofreció el libre albedrío a sus hijos para que malgastaran sus vidas entre odio, rencor, violencia y amor. En definitiva, una historia que podría ocurrir en múltiples escenarios, pero sucede en el lado oeste del río Hudson.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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