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Relato participante en el concurso #Conexiones organizado por Zenda e Iberdrola.

La quinta hora de clase suele acarrear cierto desamparo y una sensación de inutilidad. Márquez tiene cuarenta años, un currículo envidiable y demasiados alumnos sin ganas de aprovechar los cincuenta minutos de sesión. Hay dos elementos, preocupadísimos por su calamitoso peinado, que no han parado desde el inicio. Es un hombre paciente, aparte de buen profesor, así que los desoye tratando de mantener la atención del resto. Pero elevar las burlas y palmadas por encima del susurro es intolerable. Nota que su pulso se acelera, es una situación para la que nadie te prepara y ante la que todos te exigen pulcritud y sosiego. Difícil. Les pide silencio, educación y respeto. Lo primero dura hasta que Márquez se da la vuelta y escucha tres palabras imposibles de digerir. Se gira con velocidad y encuentra la risita nerviosa de la compañera de los dos rebeldes. Adrede o no, la chica lanza una bola de papel que tenía en la mano acertándole en la cara y ocasionando el murmullo general en el aula. La vena de su frente y el ademán posterior generan descontrol. En un segundo, está agarrando la mesa de la chica. Siente que ella se asusta y que él está haciendo algo que no puede permitirse. Destensa los músculos de sus manos y suelta el pupitre. Mientras señala a los provocadores vuelve a girarse hacia ella y acierta a decir: «nunca lo hubiera esperado de ti». El director llega alertado por el jaleo y, mientras suena el timbre y el resto sale hacia casa, Márquez mira a su alumna por encima del corte de pelo de sus compañeros. Horrible, por cierto.

Asun es un nombre antiguo para una chica de quince años, pero ella superó la inmadurez y las chorradas tiempo atrás. Su madre hace dos turnos cada día porque su padre las abandonó cuando se estrenó La la Land. Debió inspirarse y prefirió otra pareja de baile, además de otra vida. Desde entonces ella ha cuidado de su hermano —recién nacido de aquellas— y de la casa, porque mamá bastante tiene con lograr que el dinero dé para pagar los recibos y llenar alguna balda del frigorífico. Aun así, salen a flote. Su madre sobrevivió a un cáncer de riñón provocado por décadas de tabaco invertidas en calmar los nervios. Dice que las cajetillas salen más baratas que el psicólogo, pero Asun sabe que son bastante más caras si se fija en su salud. Cintia, una amiga, ha llamado por teléfono para pedirle los apuntes de primera hora. Se piró la clase con Saúl, un chaval con el que Asun se dio cuatro besos una vez. Él intentó pasarse de listo muy pronto, ella no lo vio claro, lo dejaron estar y al día siguiente estaba colgado de la cintura de su amiga, que debió tenerlo clarísimo. Le suplica su ayuda, que mañana hay examen y no tiene ni pajolera idea. De fondo escucha al chico. Se ríe. Quizá de ella. Va a colgar cuando se acuerda del follón de esa mañana, de lo imbéciles que se pusieron Saúl y otro mequetrefe con Matías, de su reacción de niñata cuando le hicieron perder la compostura, de que se le escapó esa bola de papel y fue el colmo. Matías podía haberla expulsado y propuesto para falta grave, lo que habría dificultado mantener su beca para Bachillerato. En cambio, se limitó a una mirada compasiva y un mensaje demoledor. Así que, siguiendo el ejemplo, decide echar una mano. Le comparte sus esquemas teniendo claro que Cintia y el pelele cercano gastarán la tarde haciendo de todo menos estudiar. Pero eso no le incumbe. Tiene que repasar, leer la cartilla con su hermano, vaciar el lavavajillas y coserle a mamá un botón de la camisa que utiliza en el bar. Como para desperdiciar tiempo.

Saúl es un imbécil y lo sabe. En la calle golpea paredes para mostrar su frustración; dentro del colegio va de gracioso y pretende mostrar que le daría igual repetir curso hasta 2032 para, así, seguir torturando a profesores y equipo directivo hasta la baja depresiva. En cambio, cuando llega a casa se derrumba. Ocurre cuando sus padres no están, cosa que sucede habitualmente porque son agudos negociantes con tratos de siete ceros en Sudamérica. Liliana limpia y cuida de que a Saúl no le falte de nada en cuanto a ropa, comida o caprichos. Ahora no tiene moto porque la estrelló durante un cabreo momentáneo. Sus padres le dijeron que muy mal, que castigado un mes. Después compraron otra nuevecita para cuando la sanción prescribiera, no sin antes denunciar al consistorio municipal por tener las líneas de tráfico desgastadas alegando que daban lugar a confusión. Lo dicho, negociantes. Saúl tiene hasta una chica que no quiere, pero que queda mona en sus fotos. Y teniendo todo… está triste, no sabe por qué. Acaso por seguir sufriendo a Asun al lado, que le ignora desde aquel rollete inofensivo de noviembre. Ella es aplicada y él se pavonea. Él no falla en una trifulca y ella se ha visto metida en un lío por su culpa. Debería pedirle perdón. Ella le deja los apuntes y él toca el culo de su amiga. Menudo equilibrio de mierda. Abre el ordenador y decide que tiene que cambiar algo. Recibe los resúmenes de Asun y se dispone a echar un vistazo, por si hubiera suerte en el examen. Además, resuelve que es justo hacer otra cosa.

Matías Márquez aprecia el vino sin exquisiteces. Dice no entender y tampoco lo necesita para distinguir lo que le gusta. Los jueves se permite una copa. Dos si está acompañado de una antigua colega con idéntica carencia de responsabilidades familiares. Un sofá cómodo y un libro interesante escoltan a la bebida cuando su teléfono vibra anunciando un correo. Duda si mirarlo o dejarlo correr, pero mañana hay control y una aclaración puntual evita revisiones después. Abre el mensaje y el remitente le sorprende. El texto, más: «Señor Márquez, soy Saúl».

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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