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Los veranos tienen una espita por la que escapo. Cuando estoy empezando a ver que pierdo los nervios, tengo la ventaja de poder huir al pueblo familiar. El norte, que dicen los de la casa Stark o los seguidores de los Toronto Raptors.

 

Voy de frente y no me escondo: el verano me parece una época infecta. No voy a caer en la tentación de escribir una serie de razones para convencer de que mi tesis es correcta; son las mías. Si le quitasen las vacaciones, sería una condena digna de recurrir al Tribunal de los Derechos Humanos.

Ya no es sólo el insoportable calor que nos golpea como un martillo, que nos impide realizar cualquier tarea con presteza. Ese calor tiene un primo hermano en los bichos que se alimentan -como el ansioso glotón en las bodas- de peritas en dulce como yo. Se ponen las botas, vaya. Y hete aquí que tengo que aguantar aquello de que los días son más largos, que por la noche refresca y que en la piscina o en el mar se está muy bien (si eres Aquaman o la Sirenita) mientras la temperatura no baja de veinticinco grados a las doce de la noche y no veo un clavel dentro de casa porque las persianas están bajadas como si fuera un búnker. Excusas de cuarta. Un asco.

Si no os habéis quedado conformes, siempre podéis añadir componentes de lujo asiático como las obras que jalonan cualquier ciudad no turística. Adoro que una excavadora me despierte en mis días libres a las ocho (clavadas) tanto como hacerlo cubierto de sudor. Y sí, una duchita fresca alivia. Y también: a los dos minutos estás otra vez igual. Fascinante, esta estación.

Pero como siempre que llueve, escampa, los veranos tienen una espita por la que escapo. Cuando estoy empezando a ver que pierdo los nervios, tengo la ventaja de poder huir al pueblo familiar. El norte, que dicen los de la casa Stark o los seguidores de los Toronto Raptors.

Y no he pensado de igual modo toda mi vida, porque el pueblo me dio los mejores veranos de mi vida: me enseñó todo aquello inútil sobre mi carácter que luego utilicé para moldear una personalidad. Y lo hizo con el correspondiente calor estival, pero con noches de jersey, bocatas de chorizo (los comíamos tanto los delgados, como los gordos o los “mediopensionistas”; no había nadie no normativo), tormentas, baños en el río y días nublados.

Fui un privilegiado por haber disfrutado de una libertad vigilada que hoy resultaría sancionable. Comprendí lo que es ceder para lograr objetivos comunes pueriles, pero que nos parecían fundamentales: desde echar más o menos fruta a la limonada hasta el itinerario de la ruta en bici. Y todo ello, en lo que ahora vivo como un insufrible verano.

Desde luego, me he hecho mayor, porque en el presente, cuando regreso a ese pequeño pueblo, no tengo la misma sensación. La recuerdo y me recorre un sentimiento nostálgico, me mueve a recuperar ciertos momentos hasta que caigo en que han pasado décadas y lo único que sigue exactamente igual es el horario de la Misa dominical. Gente importante se ha ido, los lazos de amistad se han difuminado convirtiéndose en simples saludos de cortesía…

Si soy sincero, fui yo quien se alejó de aquel pueblo romántico, porque la vida no da tregua y surgen intereses, obligaciones y prioridades que colocas delante. Además, comentan los sabios que no debes volver allí donde fuiste feliz. Pero, como aparte de algo cabezón, debo tener cierta tendencia masoca, voy a pasar allí unas fechas. Porque en la dicotomía entre fallecer de calor urbanita o darme cuenta de que nada es igual, escojo lo segundo. Porque un paseo mañanero dando los buenos días a los (pocos) lugareños, te recuerda que hubo un momento (no hace mucho) en que todos los vecinos se saludaban en el ascensor o las escaleras. Porque merece la pena ir al bar local (el único) a tomar un café (acompañado de infinitas moscas) y recordar que allí pediste tu primera cerveza. Porque siempre te encontrarás a alguien que formaba parte de aquella pandilla eterna con quien charlar como si os hubierais visto el año anterior.

Mantengo mi pensamiento: es superior a mis fuerzas, pero hay un lapso de dos semanas, allá por mediados de agosto, que me lleva a un tiempo en el que el verano era lo único que importaba. Qué curiosa la vida.

PD: si no he logrado explicar el asunto, aquí dejo un vídeo de la gente de Mahou. Creo que dan lustre a lo que trataba de contar, pero con cerveza fresquita y algo más que palabras.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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