Hay pocos refranes con los que esté menos de acuerdo que con el que dice «lo que abunda, no daña». En estos tiempos, en los que si de algo hay mucho es de gilipollas anhelantes de notoriedad, la frase se precipita por el acantilado de las chorradas prominentes. Pero, quizá, la clave esté en leer el aforismo hasta el final, porque le acompaña un importante «…cuando no es mal ni cizaña». Y es que, ay, amigos, la cizaña, la envidia… Putear, hablando vulgarmente, es uno de los gestos más nocivos y extendidos de la época.
Ante estos vicios perversos hay un remedio milagroso y barato. Se llama respeto y está en peligro de extinción. ¿Por qué? Porque es como el culo de cada uno. Creemos que depende de nuestra propia escala de graduación. Y no, no es así. El respeto es inherente a la convivencia, a las costumbres sociales que hacen que no nos esperemos tras las esquinas para darnos una paliza y que podamos dialogar durante una comida con posiciones diferentes y no acuchillarnos en la sobremesa por llevarnos la contraria. Y es general. Y no hay excusas. Y si las pones eres un mediocre, un acomplejado y las utilizas para que hablar de respeto siempre te convenga. Vamos, que eres un parasito de mierda. Como veis, hoy vengo fuerte.
Creo que el concepto se entenderá mejor aportando ciertos ejemplos, sencillos y no demasiado graves.
Veamos: entras en una exposición. Aprecias (o no) el arte que allí se expone. Al momento aparece una pareja que, a voz en grito, te da su valiosa opinión sobre lo que es interesante y lo que no. Todo el mundo se gira, algunos acompañan el gesto de un ¡sssshhhh! para que se den cuenta, y cada cual vuelve a sus tareas observadoras. Tres segundos después la pareja de «sabios» vuelven a entusiasmar a la audiencia (obligada) con sus tesis sobre el tema. ¿Lo vamos pillando? ¿Os vais de la exposición con el salvaje deseo de que el medievo retorne durante unos minutos y caiga con todo su peso sobre ellos o no sois normales?
Otro (y pido perdón por adelantado por lo que vais a leer): caminas por la calle concentrado en tus asuntos y una persona, delante de ti a la izquierda (por decir) escupe en la acera. No porque exista una necesidad perentoria del tipo de haberse atragantado con un hueso de aceituna o tener una espina en la garganta, no. Porque le da por ahí y, como la calle es de todos, pues ahí dejo un pequeño rastro de mi ADN. Bueno, y eso si hay suerte, porque también está el que, antes de expulsar (ya os he dicho que lo sentía) lo que tanto le molesta, sorbe como si lo sacase de los tobillos. Y ¡zas!, ahí queda. Pero no le corrijas, no, que te buscas un jaleo importante. Yo, que me callo entre lo justo y poco, suelo decir que como lo haga igual en su casa tiene que resbalar por el parqué que dará gusto (perdón, de nuevo), pero o no tengo respuesta o me la dan acordándose de mi bisabuelo Gaudencio, que en paz descansa.
Mirad: las leyes no tienen que gustarnos. Están diseñadas para facilitar esa convivencia en igualdad. Por eso se llama estado de derecho. El respeto, de una manera parecida aunque no reglada (lástima), pretende lo mismo. La dificultad es que no se puede (ni debe, no os desgastéis) discutir con alguien que no sabe, o sólo defiende su postura atacando.
Hemos pasado de levantarnos cuando entraba el profesor en clase a ningunearlo. «Que me demuestre que se merece mi respeto». Pero ¿qué has demostrado tú, piltrafilla? Mequetrefe, pelele. Y ahí, justo ahí, es donde aparecen las «víctimas del sistema». Porque les das de lo que ellos reparten, pero con argumento: chaval, que exiges el respeto hacia ti que no brindas al resto. Y, sobre todo, a las personas que se ocupan de que esa escala de valores, educación, statu quo de equilibrio rija en nuestras vidas.
Hay un exceso absoluto de «tengo derecho», frente a un olvido intencionado de «tengo el deber (ciudadano) de». Y, oiga, así esto no funciona. Aunque claro, si callarse cuando alguien habla es un esfuerzo ímprobo… Respetar turnos hoy es imposible por el nocivo ejemplo de las tertulias televisivas. Y no solo del corazón o políticas. Ojo con las deportivas. No se requieren evidencias, sino elevar el tono y no dejar hablar al resto. Ahí ganas, desesperas al rival, que se retuerce intentando explicarse hasta perder el hilo. A mí me sucede y me hierve la sangre. Es más, en ocasiones pierdo los estribos ante semejante cóctel de inmundicia.
Tener razón, como concepto, es una guerra. Y qué queréis que os diga, me he cansado. Después de muchos años participando del conflicto en persona y en redes, me rindo al chiste, aquel en el que a un buen hombre le preguntan por su renovada juventud y contesta: es por no discutir. Su interlocutor le interpela: será por otro motivo, y el primero responde: ah, pues será.