Voy a entrar a matar desde el principio: se han inventado lo del poliamor para no sentirse culpables.
Dicho esto, si no están de acuerdo, se evitan leerse unas cuantas líneas. ¿Por qué lo pienso? Porque es lo fácil. Porque ahora que se abomina del esfuerzo, el compromiso, la responsabilidad, la renuncia y la fidelidad, tienen un resquicio por el que sacar la patita. Y si las cosas no funcionan porque uno es un egoísta, un acomplejado o porque cumplir con lo acordado se le hace cuesta arriba, acude a la jurisprudencia: es que no soy persona de una sola pareja.
Yo, durante muchos años de mi vida, fui de un palo parecido. Hasta que un día di con la persona adecuada (por ahora, y va para diez años) para compartir pelos en la ducha, baño después de ir al mismo, dolores de cabeza, discusiones por el orden y llegar tarde y para ir a Ikea a lo que diablos se vaya a Ikea.
Si usted ya no siente que le salga rentable lo dicho, pues échele bemoles, haga cacharritos con su pareja y cada mochuelo a su olivo. Las condenas no tienen que ser perpetuas. Pero la verdad por delante. Y si sí le sale a cuenta, váyase a tomar un café, échese un cigarrito si aún apela a ese vicio innoble para calmarse y elija la parte del santoral en la que se va a ciscar durante un rato. Luego vuelve a casa, pide disculpas, las recibe o gruñe si en su tándem se arreglan los desajustes de esa manera. Y a seguir. Porque se quieren.
Lo del poliamor, además, es un eufemismo. Cuando éramos más chavales lo llamábamos ser un picaflor. Y ya. Sin connotaciones peyorativas. Los que caían con personas así sabían con quién se jugaban los cuartos. Ahora, como hay que ponerle nombre a todo con un afán radical por definir lo ya concretado, comentan de corrido que es poliamoroso. Y si se resbalan, tropiezan y se caen encima de otra persona, casualmente desnudos, enarbolan el comodín. Carta blanca.
Por llamar a las cosas por su nombre: hay un momento para cada cosa y cada circunstancia tiene, tuvo o tendrá su momento. Si alguien quiere vivir eternamente como si estuviera en el antiguo Tintín a las cuatro y media de la mañana, sea. Si así está acordado con su pareja, bien por los dos. Ya le comento que en el final de la historia no van a acabar juntos. Porque un abrevadero alimenta, pero jamás provoca el deleite. Y saber que hay una persona al llegar a casa que te calienta los pies bajo las sábanas, reconforta. Aunque diez segundos antes abomine de tal temperatura. Pero lo hace. Porque asume su compromiso. Y la otra parte compra, sin mirar el precio, el relato de mil y una vicisitudes laborales que se escapan por esa boquita de piñón a modo de desahogo.
La clave es sencilla: a mí me funciona. Y como no vivimos en tiempos de reyes medievales obligados a contraer compromisos, sino que cada uno elige libre y voluntariamente, adelante con los faroles.
Si ha leído esto y lleva barruntando varios párrafos que de eso nada (sin monada) y que hablar de poliamor es poner la sinceridad por delante, déjeme advertirle sobre lo fútil y breve que es vivir para siempre en esos veintitantos ficticios. Peter Pan era un personaje imaginario y Robin Williams nos enseñó que, al final, creció, adquirió responsabilidades y entendió que no siempre lo que se estropea se tira, sino que se arregla. No hay peor denominación de algo que decir que está roto. Porque eso es terminal, definitivo. Y, en ocasiones, sólo se necesita algo de maña, juntar las piezas y un poco de pegamento. Del que hay en todas las casas.