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Puede parecer que cuando alguien pasa de noventa años está en un limbo de espera, de prórroga que se sabe que terminará en breve, pero sin fecha definida. Gene Hackman llevaba tiempo sin aparecer por nuestras vidas como solía hacer, en forma de personaje marginal, secundario inolvidable o villano indómito, mas continuaba presente en nuestra filmoteca mental particular. Sabíamos que no tardaría en irse, pero ahí seguía.

Lo veías como perro de presa en La tapadera, en Arde Mississippi, en El Jurado, French Connection o haciendo comedia en productos tan dispares y divertidos como La jaula de las locas o Las seductoras. Decir que llenaba la pantalla es, además de un topicazo insufrible, una verdad a medias. Lo que Gene hacía con una mirada, un gesto o simplemente caminar, era que cobrase sentido lo que sucedía en la escena. Prueben a ver Sin perdón o Hoosiers imaginando a alguien diferente en su papel. No cuadra, no es posible.

Su aspecto y su voz (doblada, qué vamos a hacer) pertenecen a ese universo del recuerdo que puebla nuestra memoria y nos lleva al Vistarama, Roxy, Lope de Vega o aquel Teatro Zorrilla sin remodelar en formato cine, a tardes aburridas que giran hacia el entretenimiento después de pasar un par de horas con Gene Hackman en Enemigo Público o -no lo olviden- el primer Superman. Esa etiqueta de “malo”, aunque no fuera una constante en su carrera, sí era habitual. Pero uno que caía bien, un malvado valorado, esa figura odiosa de la que, al salir de la sala y limpiándote las palomitas del jersey, decías con media sonrisa: «menudo cabronazo».

Leo la noticia de su muerte y mi cabeza vuelve a las tardes de videoclub con mi padre, deambulando entre estanterías en Poniente, que terminaban de forma súbita cuando alcanzábamos una cinta con pintaza sin alquilar. Él, con esa castellanización zarzuelera del inglés que nunca estudió, decía: «si sale Gene Hackman –pronunciado Jene Acman– es que es buena». Y a casa. Así descubrí que había un señor que valía para aparecer en Bonnie & Clyde, para llevar la acción en La aventura del Poseidón y para darle un bofetón a Denzel Washington en Marea roja.

Ajústense los cinturones, porque, cambiando secundario por principal, ocurre algo similar con Clint Eastwood. En su día perdió la característica voz de Constantino Romero y en breve lo contemplarán noventa y cinco castañas. Cuando llegue el día, como ha pasado con su rival en Unforgiven, nos conmoveremos con pena y ternura porque, al igual que aquel, nos han acompañado media vida en la pantalla. Y más pronto que tarde, cuando estén junto a su séquito de hijos o nietos con la televisión encendida, programarán un film de cualquiera de los dos. Apartarán la atención de lo que estén haciendo, sea cortar zanahorias, repasar Naturales o poner la mesa, y la fijarán en ese rostro que, aunque se haya marchado, permanecerá para siempre en su memoria como una referencia.

Gene Hackman decía que se preparó para ser un actor y no una estrella. La fama se acaba, el éxito se difumina, pero la presencia es eterna. Cómo no lo va a ser si hoy, veinte años después de su última película, nos da la sensación de que Gene Hackman ha estado siempre ahí enfrente.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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