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–«Como dije, Garcilaso opta por evitar la pompa y el autobombo, lo forzado y grandilocuente, en favor de una poesía más “de verdad”, como dicen ustedes ahora. Quizá, si la clase política actual le hubiese leído más, tendríamos más gobernantes y menos discursistas profesionales».

Paco nunca hablaba por hablar. Su pullita a la clase dirigente pretendía despertar las mentes de los zánganos adolescentes que yacían entre pupitres a las nueve de la mañana. Cierto es que, justo aquel día, no era necesario, ya que todos esperábamos impacientemente el resultado del examen. Entró en clase portando una de sus clásicas chaquetas de tweed, dejó su gastado maletín encima de la mesa y paseó en silencio. El ángulo en el que lo había depositado, dejando asomar las hojas con las notas, no era casual. Estaba calculado y escrutaba nuestras caras, las nerviosas, las seguras… y la mía. Tranquila, porque jugaba con ventaja.

Recuerdo que mi primera nota fue sobresaliente. Casi suelto una carcajada en mitad de la clase, pero era natural: había leído los apuntes sin excesivo celo. Ni siquiera eran míos. Silvia, bendita ella, me los había fotocopiado. No sé si mi pose rebelde de repetidor «dieciochoañero» había tenido algo que ver. Puede que aquel flequillo que hoy tanto echo de menos ayudase, pero el caso es que sus magníficos esquemas a tres colores habían obrado el milagro. Sobresaliente. Toma.

De aquello habían pasado cinco semanas, estábamos en el segundo roundy no pintaba tan bien. Pero claro, contaba con un peso para hacer media que permitía tropezar levemente. Esta vez, Silvia se había esforzado con las mates y sus apuntes no eran tan excelsos. Tampoco les había hecho mucho caso, las cosas como son. Ni a ella, ni a los croquis. Paco pasó por las mesas dejando caer sutilmente los controles con notas decentes. Los de las catastróficas eran entregados en mano, previa mirada fulminante. La literatura era una cosa muy seria para el veterano profesor, y que un atajo de chavales se lo tomasen a chanza no le causaba ninguna gracia.

Llegó mi turno, y antes de que el examen llegase a mis manos, pude ver la nota. Un siete. Un siete grande como el séquito real de Carlos I, del que formaba parte el bueno de Garcilaso. Y, de pronto, Paco se mantuvo firme frente a mí, aguantando las hojas, retándome con una seriedad plúmbea. Cacé el examen, pero Paco no lo soltó y mantuvo sus ojos sin dejar que los míos escapasen. No entendía nada. Por ahí había treses, doses, incluso algún cero infame. Y a mí, grande de España con un siete, ¿me estaba echando la bronca? Sería un error, pensé yo, hasta que tiró del examen, se giró y exclamó con furia calmada, que es la que más miedo da:

– «No me podrán quitar el dolorido sentir, si ya primero no me quitan el sentido».

La clase mantuvo el silencio sepulcral, más que nada porque no entendíamos lo que quería decir. Continuó:

– Estas inmortales palabras del autor sugerían la pérdida de todo aquello que se ama, incluso de la esperanza. Casi de la misma manera que yo pierdo, súbitamente, la fe en los vagos y jetas.

Al instante, y por el tono de Paco, captamos que el cambio de registro traía consigo tormenta. De las gordas:

– El compañero aquí presente se jacta de su nota: un siete. Notable, piensa él. Y tiene parte de razón. — Que hablase de mí hacía que me escurriera en la silla. — Un notable es un logro más que remarcable, dada la media. Pero ¿saben? — Le gustaba hablarnos de usted. — Si el talento es directamente proporcional al logro, este notable es pura… basura.

Mis ojos se abrieron como los de las víctimas de asesinos en serie de las pelis. A Silvia se le cayó el estuche. Y el gordito de tres filas más atrás, directamente, se cayó de la silla al inclinarse para ver el espectáculo.

– Yo entiendo la vida como Garcilaso el lenguaje, caballero —me dijo—. Un todo. Algo que pesa, se siente, se paladea y se vive. Usted está entendiendo su capacidad de explicar y asimilar la literatura como el que come una hamburguesa en una cadena de comida rápida: simple y para salir del paso. Y yo no le enseño para eso. Yo le doy, les doy, todo en cada clase. Unos pueden devolverme algo de mi esfuerzo. Otros no necesito que me den nada. Pero usted… Esto… No lo haga. No me traicione.

Se giró, repartió el resto de exámenes y siguió con la clase. Fui incapaz de pergeñar un solo gesto.  Salí del aula horas después conmocionado por la honda decepción que sentía conmigo mismo. Nunca, hasta entonces, me habían llamado nada igual: farsante. Y nunca más dejé que lo hicieran.

Aquel día aprendí una de las grandes lecciones de mi vida. Paco también me brindó otra durante el siguiente curso. Yo había cambiado. Estaba centrado, seguía sus explicaciones con pasión… El colegio convocó un concurso de redacción y me presenté seguro de poder hacer un buen papel. Además, sabía lo que a Paco le gustaba, cómo y en qué grado. También sabía que él, ahora, estaba contento con mi rendimiento. Así que dediqué una tarde a crear un texto que repasé un par de veces y di por válido.

El día del anuncio del resultado mi nombre apareció en un lugar de honor… pero no en el primero. Segundo. Paco notó mi decepción en la siguiente clase. Se acercó y me susurró:

– Buena historia, pero otra era excelente. Siempre encontramos a alguien que lo intenta más y mejor. Quédese con eso. Aprenda del error y no dé nada por sentado.

Y, con las mismas, comenzó a explicar otra vez.

Hoy han pasado veintiséis años de aquellos días. Hoy yo paseo por el aula. Y no hay curso que no aluda a lo que Paco me enseñó. Justo lo que no aparecía en ningún texto. Eso sí, jamás he olvidado al cabrón de Garcilaso.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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