Los laberintos, en su recorrido de recovecos, pretenden ofrecer dos caras en un mismo trayecto: la expectativa y la impotencia. Muchas localidades, desde este domingo, viven en ese enredo dual, y una ciudad, la mía, se entrega a una dicotomía diseñada a partir de la luz que podría inundar un cuadro de Sorolla y el silencio respetuoso del duelo, que es áspero y oscuro.
Todo eso va a ocurrir en apenas siete días y un creyente de andar por casa, como yo, va a ser testigo de una tradición cultural, histórica y religiosa de valor incalculable. Claridad y sombras conviviendo y generando una atmósfera que impregna a todo aquel que espera, paciente, el paso de los penitentes. Las calles se engalanan ante su caminar pesaroso, consciente de una suerte que se antoja tan echada como la de Julio César. Ese caminar general, que hace poco avanzó colorido, cae en el abatimiento de lo que no se puede cambiar.
Y reina el silencio, el sentimiento que se sujeta y no se deja asomar. Como mucho, se permite tragar saliva. Como si royéramos rocas y escupiéramos los restos cuando nadie nos viera. Aquí no se canta, porque cuando María y Jesús se encuentran el martes, poco se puede decir que no expresase Juan de Juni hace ya quinientos años en la cara de su Virgen de las Angustias. Se mira, se calla y se respeta, se crea o se reniegue.
No se alquilan balcones (en general) porque el folclore no se estila. Es un escenario, el que se erige, limpio de aderezos. Fe, cultura y un juego de miradas entrecruzadas como en Ok Corral, sabiendo que el drama está cercano. Los graves de las tubas lo anunciaban. «Hoy hay fiesta –me decía Guillermo con su hábito impoluto–, pero en breve las lágrimas ganarán su sitio».
Quizá nos iría mejor si dejásemos desatarse la sangre que nos recorre. Que hablase a los cuatro vientos del fuego y el frío que, juntos, habitan el alma de los que agachan la cabeza y la alzan ante las imágenes con una mezcla de rubor y confianza. Pero no. Cuando acaba la procesión, se paladea el arte y la memoria. El mito, la leyenda o los hechos, cada cual según su credo. Y se va uno a casa mirando los itinerarios del día siguiente. Sosos puede que seamos, pero hipócritas, no.
El laberinto, ese que te zarandea y te muestra la salida cuando menos lo esperas, ofrece una luz al final del sendero. Habrá que esperar al domingo y aún quedan bastantes esquinas que doblar. Pero ese fulgor, inigualable, asoma a lo lejos. Y muchos recorrerán, junto a los pasos, el camino que intenta alcanzarlo. Y la mayoría lo hará juntando sus manos y esperando que algo bueno aguarde más allá de este silencio.