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Richi llevaba cuarenta minutos de ardua concentración. La cuarentena exigía un horario apretado y minucioso con Manuela: desayuno, taller de pintura, elección de disfraces -cada día uno nuevo (menos el de Elsa, que se podía repetir tres veces por semana)-, almuerzo, lectura infantil, limpieza coordinada (para, justo a continuación, aplicar el desorden de manera caótica), comida con pinche (Manuela era la «ayudante»), siesta (ojalá), trabajos del cole, serie infantil en la tele (el asco que le estaba cogiendo a la Patrulla Canina era proporcional al efecto calmante que ejercía sobre su hija), minimerienda, juego libre, baño, cena y a dormir. A pesar de parecer agotador, hubiera sido mucho peor sin tareas y periodos asignados. Además, esos lapsos de autogestión le permitían continuar con su trabajo y no trasnochar hasta horas intempestivas (los momentos de sueño de Manuela eran los únicos en los que podía trabajar del tirón, pero el cansancio empezaba a hacer mella en Richi). Ana llegaba del hospital hecha unos zorros. Cenaba y caía desmayada en la cama. A veces sollozaba dada la vuelta, pero Richi se despertaba (su sentido arácnido) y la envolvía con esos «brazos tentáculos» que Dios le había dado. Ana se calmaba, beso de buenas noches y a repetir jornada al despertar.
El virus había pillado por sorpresa al mundo entero. O no, pero eso ya no importaba. El agua de aquel molino lo ventilarían en los meses que llegasen al final del periodo de confinamiento. Ahora tocaba apechugar, obedecer y tener paciencia. En el último mes, Richi había elevado a los altares a los profesores de Manuela al menos quince veces. Su capacidad para lidiar con veinticinco mercenarios del tiempo libre de siete años le producía admiración y envidia a partes iguales. Le parecía casi imposible apañárselas con una mientras intentaba ser productivo. Con dos, una quimera:
—Como cuando aprendía a conducir-pensó-: pise el embrague, meta 1ª, mire por ambos retrovisores, ponga el intermitente e incorpórese a la circulación… ¡todo a la vez!
El ritmo de trabajo adquirido se vio interrumpido por una vocecilla que se acercó por el pasillo. La melena, rubia, estaba recogida (es un decir) en tres coletas (gajes de ser padre con gusto para la cocina y nula habilidad para el cepillo).
—Papá, este cuento está mal hecho.
Richi suspiró y contó hasta cinco antes de responder. Había conseguido hilar uno de los numerosos documentos procedimentales que esperaban a ser contestados en su bandeja de cosas pendientes. Sólo faltaba el final, la rúbrica, el último peldaño para la conquista del Everest… pero tendría que esperar. Manuela entró con rotundidad en la habitación: vaqueros oscuros, camiseta con mensaje reivindicativo: I´m a girl and I like pink, y zapatillas de cabeza de conejito.
—No puede ser- decía mientras sostenía en sus manos Asterix y los juegos olímpicos-. No tiene ningún sentido.
Richi había leído ese cómic en decenas de ocasiones y siempre le había encontrado sentido y gracia.
—¿Por qué, cariño?
—Mira: el protagonista, Asterisss («Dislalia del fonema x. Para corregirlo incidimos mucho en emitir como -s- si va al principio o final de la palabra, y como -cs- si va en el medio». Y tanto que incidimos. Íbamos bien con la logopeda hasta que esto comenzó. Volveremos), es muy chiquitín y muy rápido. En cambio, el señor gordo que no lleva camiseta (qué curioso…) es gigaaaaante y no creo que pueda correr mucho con esa barriga.
—A ver: el señor gordo, como tú dices, cayó en un caldero mágico cuando era pequeño. Tiene una fuerza increíble y corre, casi, tan rápido como Asterix. Y ambos son amigos desde hace mucho tiempo. Da igual el tamaño. Tú eres amiga de Raquel Poncela y es más alta y grande que el resto de compañeros.
—Papá, piensa. -Le encantaba cuando le contestaba tan rotundamente. Su niña se hacía mayor. Ay…— Raquel y yo corremos igual: yo muevo las piernas más deprisa y ella tiene las piernas más largas. – La lógica de los niños, bendita infancia— Pero mira bien estos dibujos: Asterisss y el del caldero tienen las piernas prácticamente igual.
Doce minutos y medio de reloj le llevó convencer a Manuela de que los dibujos no respetan las leyes de la realidad. Lo hizo enseñándole otro ejemplo imposible de rebatir: Mortadelo. No le puede dar tiempo a cambiar de disfraz tan deprisa. Pero mola. Un montón (—Juega con ventaja-decía Manuela —Como es calvo, tarda menos en ponerse las pelucas. Y no se despeina- Lo dicho, una auténtica fenómeno del razonamiento).   
La cabeza de Richi repasaba el documento desde el inicio: un par de comas aquí y allá… Ojo con esa tilde… De pronto, sonó la alarma. Las ocho y media. Aquel día habían intercambiado el juego por la lectura y era el momento del baño. Por un momento dudó si decirle a su hija que fuera entrando en la ducha. Ella no paraba de repetirle que ya era mayor y no necesitaba vigilancia ni control: «¿Qué crees? ¿Qué soy todavía una renacuaja? Soy una mujer de ecsssito», soltaba partiéndose de risa. Ay, la equis… Lo había oído en una comedia de reparto pintón y crítica despiadada (y merecida). Ahora él no paraba de escuchar la alarma que le decía que debía cortar, de nuevo, con su trabajo, para iniciar los procedimientos habituales:
—No podemos salir de casa… Tampoco pasará nada porque no se bañe un día- pensaba-. Pero la voz de la niña, definitiva, resonó como una sentencia de cadena perpetua:
—Papááááá. Hoy quiero la toalla del Capitán América.
Su preferida. La eligió tras ver un trozo de una peli de los Vengadores en la que la otra identidad de Steve Rogers daba para el pelo a unos aliens más feos que Picio. Bueno, quizá ayudó que su madre, en aquel momento, estaba diciendo que ese hombre «tenía el mejor culete del mundo. Que no se lo quedasen en exclusiva en América». Al día siguiente, vio la toalla en una tienda y gritó a un volumen ensordecedor: «mira, papá. El señor del culo bonito».
Richi asumió que su rato de paz había concluido y comenzó con el ritual: ducha, canciones varias, albornoz («¡No, papá! Te dije…») … Esto… Toalla, Toalla y pijama. Siguiente compartimento diario: cena. Tocaba pechugas de pollo empanadas, estilo abuela Lali. Manuela ya colaboraba poniendo mantelitos individuales y cubiertos. Le gustaba enrollar la servilleta de papel en el vaso. Ponían también servicio para Ana, aunque aún le quedasen unas horas para llegar.
—¿Tú crees que hoy mamá saldrá antes?
—Puede que sí-mintió el padre-. Ya sabes que mamá está ayudando a toda la gente que ha caído enferma.
—En cuanto podamos salir de casa voy a decirles a todos mis amigos que mamá curó al mundo.
Le hubiese encantado reír, pero un nudito de nada se le aferró a la garganta. La niña lo notó:
—Papá, no te preocupes. Tú también haces muchas cosas. No salvas el mundo, pero te salen unas pechugas ecsssquisitas.
Y ahí sí. En ese instante la carcajada inundó el silencio del salón. Veinticuatro días sin salir de casa habían tenido recompensa. Una sublime.
Vieron un capítulo de Madres forzosas -como para meternos ahora tantos en una casa-. Llegó la hora de irse a la cama y Manuela obedeció a la primera. Se lavó los dientes, preguntó por su madre e hizo prometer a Richi que no se acostarían sin que Ana le diera su beso diario. Se durmió mientras Asterix participaba en la carrera de veinte estadios. Su padre apagó con cuidado la luz y volvió a su despacho. Una hora y cuarto después había conseguido acabar lo empezado. Mientras recogía la cocina la llave de Ana abrió la puerta principal. Su cara denotaba cansancio y una pizca de ilusión. Quiso darle un beso enorme, pero, a pesar de haber tomado todas las medidas higiénicas al salir del hospital, pasó en primer lugar por el aseo para lavarse de nuevo. Entonces sí; un beso gigante y una tímida sonrisa:
—La gente ha tomado conciencia, por fin. No hay saturación en Urgencias y vamos dando pasos hacia la recuperación en la mayoría de ingresados.
—Sólo un poco más-contestó Richi acariciándole la nariz-, un poquito más.
Ana, mientras devoraba la pitanza, se sirvió una copa de ese verdejo de La Seca que se apellida Diez y sabe como un once. Durante el año habían comprado tres botellas que guardaban para ocasiones especiales. Ahora las cenas lo eran. Su marido la acompañó con un vaso más mediado. Se miraron, con admiración mutua, y se cogieron una mano. Justo cuando iban a besarse de nuevo se escuchó:
—A ver: me decís que tengo que seguir un horario, que tengo que trabajar, ayudar… Sólo pido un beso de buenas noches… ¿y no sois capaces de que mamá venga a dármelo al llegar? ¡Que me duermo y no me entero, por Dios!
A Ana se le caía del vino de la risa.
—¿¿Te ríes?? Mamááááá… que por la mañana te vas y casi ni me entero de que ecsssistes
Ambos se abalanzaron sobre ella. Divertidos. Unidos. Las caras de los padres cruzaron una mirada que lo dijo todo: la equis…
Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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