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—Y venga, y dale. Pesao, que eres un pesao.
Moisés lleva tres horas y media de ronda con el camión. Tres horas y media de diálogo insufrible con Ramón, el hijo de la Olvido. Apareció en el cuerpo de limpieza y recogida de basura municipal dos meses antes de este jaleo. Dos jubilaciones y zas. Ahí estaba. Monchito, le dicen. Por joder, fijo. Pero es el hijo de la Olvido, y la Olvido siempre se ha portado bien con él y los suyos. Cuando Carmen, su mujer, tenía tercer turno reponiendo en el súper, ella pasaba a media noche por si las niñas necesitaban algo. Que digo yo, qué coño van a necesitar. Si duermen como un oso en diciembre. Pero ahí estaba. Prestando siempre de lo que tenía a medias y compartiendo de lo que apenas quedaba. Una vecina de las de antes.
—Sueltan a la gente cuanto antes, te lo digo yo. Que si no se empiezan a tirar por los balcones. Que están locos.
—Ramón, aprieta que se nos echa la hora encima. Y «achanta la mui».
Que te calles. Que estás haciendo el ridículo. Que has visto cuatro informativos, interesados, como todos, has leído cinco comentarios en el Tuiter ese o te has metido en dos foros. Que no tienes ni zorra idea. Que mi mujer lleva seis días en casa encerrada en la habitación de la chica pequeño y el médico, benditos ellos, no le dice ni so ni arre. Bendito, pero se moja menos que Isabel la Católica.Todas esas cosas le quiere decir bien alto y parando el camión. Pero van con retraso y, además, es el hijo de la Olvido. Buena mujer, joder.
—Moi, dile al chaval que se dé vida. A las cuatro tenemos que estar en el depósito—suena desde el transmisor del otro camión.

 

Lo dicho, que van con retraso. Que está la gente poniendo de su parte, convirtiendo sus vidas -rutinarias, pensaban antes de esto- en existencias de cincuenta metros cuadrados. Ellos tienen que dejar los contenedores níquel, que la basura se había multiplicado en los barrios. A las siete ya estarían los operarios dándole zapatilla a aceras y demás. Qué menos que tener los alrededores adecentados. A este paso, los viajes a tirar los desperdicios iban a ser los nuevos domingos yendo de excursión a respirar aire puro al pinar.
—Estamos. Dale— grita Ramón para que Moisés le escuche desde la cabina.
A Moisés le quedan siete meses para pasar a mejor vida. Aún no sabe cómo va a llevar eso de no tener que fichar a diario. Lo de llegar a casa de comprar el pan y el periódico a horas normales, y no a las siete y pico de la mañana al acabar la jornada. “Mírate algún curso del centro cívico”—le ha dicho su hija, la pequeña. Pero no hay cursos de mus, ni él lo necesita. El que no diga que es el mejor jugador de mus del mundo no merece sentarse al tapete. A callar y dar de fumar. Y ni siquiera esto último.
—Barrio Las Eras, y estamos.
Moisés, en realidad, ha desenchufado de la noche, de Monchito y del sursum cordahacía horas. La mi Ceci, la suya, lleva año y pico en Pediatría. De interinidad en interinidad. Haciendo puntos de un hospital a otro. Pero hace una semana que la han reclamado en la nueva UCI de campaña. Doce horas a capón con un uniforme de mercadillo, exponiéndose al tifus verde este.Llega a casa hecha un cisco. Desmejorada (con lo guapina que es) y cansada como un minero. Ni un beso puede darle. Come y duerme. A ver si no se lía más el asunto.
—…y te lo digo yo: los chinos la están mangando parda.  Ellos ya tiran pa´lante y nosotros atrancaos.
Ramón continúa argumentando su tesis conspirativa, pero Moisés sigue con el monotema. Carmen en una habitación, Ceci en otra y él sin poder ver a sus nietos desde hace más de un mes. Cada noche se permite, durante esos momentos de «soledad camionera», pensar en todo lo que no va cuadrao en su vida del momento. Sufre unos minutos y llega a casa llorao, que es como hay que llegar. Y allí a fardar y a sonreír. A presumir de dos nietos preciosos y rechonchos. Bien criaos, que diría su madre, que en paz descanse. De una hija que arrima más el hombro que los del chotis. Poco parné y mucho curre, pero el más valorado, al menos hoy en día. A ver quién es el pelele que se atreve a meterse después del bicho con los médicos. Y a sonreír, mucho. Cuando abre la puerta de la habitación de Carmen para darle la bandeja de cada comida, el vasito de la medicina. Que esto se acaba en ná, le dice. Que no te beso que se me han gastado en el súper con las cajeras, añade guiñándole un ojo. Siempre acaba suspirando y con un nudo en la garganta al cerrar la puerta, pidiéndole a Dios -que su madre le inculcó lo de dar las gracias creas o no- que pase de ellos ese cáliz.
En esas esta cuando Ramón tocó la ventanilla.
—Que te duermes—dice riéndose, o eso parece bajo la mascarilla.
—Que sí, que me encanta escucharte—contesta irónico.
Terminan su ronda. Cogen el coche y compran pan y periódico en uno de los pocos establecimientos abiertos. Entran en el portal y se despiden al llegar al piso. Al meter la llave en la puerta, Moisés nota que no está echada con vuelta. Pasa y ve su hija en la cocina con un vaso de leche, la cara agrietada y sonriéndole de lejos.
—¿Qué tal hoy, mi vida?
—Mejor—contesta ella.
Menuda fenómena. Una artista. Tendré que enseñarle a jugar al mus cuando esto acabe, piensa mientras va a dar los buenos días a su mujer.

 

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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