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Adoro la Navidad. Los que me conocen (o leen) saben de mi predilección por esta época. Pues bien, cierta enfermedad me ha robado, asaltándome por sorpresa cual ratero en un callejón de Gotham, los últimos días.

Lo que ha tenido lugar a partir de este contratiempo ha sido digno del film de psicoanálisis más chusco que se pueda encontrar. Cuando ves que te vas a pasar la siguiente semana en casa te propones leer, colocar, retomar… Prometo, juro, que no he hecho nada. Nada de la nada más absoluta. Cero.

A la par que ese estado cuasi vegetativo, se ha desarrollado un lento y tedioso proceso de reflexión. A las puertas de recuperar mi libertad, y tras este, me he dado cuenta de varias cosas. Si os estáis preguntado si las voy a poner aquí a modo de lista, la respuesta es: algo parecido. Si estáis a punto de dejar de leer porque estáis, como yo, hartos de las consabidas enumeraciones de qué hacer para ser feliz, las mejores cosas del año o los necesarios propósitos de uno de enero, os pido que aguantéis un poquito más. Sólo unas líneas, por favor.

Voy a intentar colocar las ideas en un orden bastante desquiciado. Porque no hay nada que merezca ir delante de otra cosa, ni ninguna que deba colocar al final del artículo provocando, así, una gran sonrisa. Simplemente, son utilidades que, pienso, merecen dos minutos de meditación. Y si tras ellos, piensas que no sientes la necesidad de recordarlas nunca más, al menos habrás pasado un rato fortaleciendo tu velocidad y comprensión lectora y obviando Instagram, que tampoco está tan mal. Un win-win en toda regla. Allá vamos:

– Con el nuevo año voy a dejar de comer mal, comenzaré a hacer ejercicio y volveré a escribir a diario. Todo esto es mentira. No lo voy a hacer por entrar en dos mil veintidós ni porque sea lunes. Estos límites o tareas los marco por necesidad. Después de una semana en casa, me siento como Gordi, de Los Goonies. Y es por mi falta de hábito o de autocontrol, así que tendré que trabajar en eso. Pero no el lunes tras las vacaciones. Mañana. Y si quiero poder seguir jugando el partido de los profes contra Bachillerato, ya puedo empezar a correr media horita sin parar. Porque los días de cenar pasta calentada en el microondas a las siete de la mañana ya quedaron atrás, muchacho.

– Los juicios absolutos son malos. Y solo hay una cosa peor: que la gente espere de ti una respuesta igual. Sí o no. Ese es el tiempo en el que vivimos. Por mi posición, a menudo se esperan de mi réplicas o soluciones de blanco o negro. La mayoría de las veces estas no son las adecuadas. Leí una vez que a una negociación tienes que entrar sabiendo que no conseguirás mantener el cien por cien de tus posiciones. Porque, en ese caso, es una imposición. Aunque no necesite de negociación en las decisiones que tomo en mi día a día, la mayoría de ellas las someto a debate con un grupo de personas de confianza. Hasta ahí debe llegar mi preocupación. Porque saliendo de ese círculo, va a dar igual la medida adoptada: estará muy bien o muy mal dependiendo de lo que les afecte. El juicio crítico no existe cuando hay intereses de por medio.

– Tener razón da igual. No es importante. Si mantenerla o no supone ser atacado con vehemencia y de manera hiriente, el proceso no vale la pena. Huye. Cualquier tarado te va a amargar el día gritando más alto. Yo elijo con quien discuto. Y no discuto contigo.

– Voy a ir más al cine. Porque después de estos días me descojono en la cara del que diga que es lo mismo que el salón de tu casa, pero menos cómodo. El salón es un recurso útil. Pero ir a la sala, vestirte para la ocasión (aunque sea de diario), elegir la película… El rito de ir al cine no debería perderse. Incluso yo, que con los años me he hecho raro y busco la sesión con menos afluencia (no por miedo covidiano, sino para que haya menos ruido e interrupciones), disfruto del momento en el que se apagan las luces y el sonido te envuelve (es que me gusta la sala ATMOS de ocine ).

– Voy a escribir a diario. Un rato. Y a leer otro. Ya, ya sé que esto iba más arriba. Pero quería darle su pequeña porción de tarta en este texto. Porque, como en el deporte, la única manera de que se convierta en una necesidad sacar las historias que hay (o habrá) en mi cabeza es crear una costumbre. Y que lo raro sea el día que no lo hago, y no al revés.

– Voy a ilusionarme con las pequeñas cosas. Ya lo hago, pero no voy a consentir que se conviertan en rutina o simplezas. Las marcaré en el calendario semanal: el miércoles juega el Pucela. Subidón. Una semana más corta.

– Voy a conseguir que mi grupo de amigos quedemos de manera habitual. A tomar una cerveza, a comer, a contarnos nuestras penas o alegrías, a pasear o a hacernos una foto. Nos hacemos mayores, joder. Y no puede ser que nuestro canal habitual sea un chat de WhatsApp. Si viviésemos uno en Vladivostok, otro en Cádiz, tres en Murcia y yo aquí, no quedaría otro remedio. Pero todos, con nuestras obligaciones, familias, límites, rarezas, dramas y comedias, vivimos en la misma ciudad. Otro buen amigo reserva los sábados iniciales de cada mes para reunirse con los suyos. Me vale copiar esa opción, o una similar. Pero hagámoslo.

– Por último, pero no menos importante: no voy a cambiar de carácter. Pero lo voy a domesticar. Porque no me hace bien. La misma personalidad acusada que a veces aparece de más, es la que, habitualmente, me hace meterme en demasiados fregados ajenos. Nulo rédito, máxima exposición. Un compañero, sabio como nadie, suele decir que «cada cerdo se lama su pijo». Pues eso, con perdón.

Mañana estaré fuera, me habré impreso esta hoja (lo siento por la media rama que invertiré en el proceso) y la guardaré en el bolsillo. Cuando esté en uno de estos bretes, si me veis pensar y darme la vuelta antes de opinar, o no hacerlo, ya sabéis por qué es.

Feliz año a todos. Y que los malos pensamientos, errores o enfermedades no os roben ni uno solo de sus días.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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