«Él fue la inspiración que hizo de sus vidas algo extraordinario»…
Así reza el slogan que corona el póster de «El club de los poetas muertos» que hay en mi despacho. Seguramente fue gracias a un cúmulo de sensaciones, detalles, decisiones (acertadas y erróneas) y personas, pero me gusta pensar que esa frase y esa película contribuyeron decisivamente a dedicarme a mi profesión. Al fin y al cabo John Keating no era un profesor al uso. Lo usual en él era romper las reglas, moldearlas para conseguir, no individuos que supieran la lección de principio a fin y de arriba a abajo, no, sino personas con criterio, con catadura moral, con amor por el arte, que se dejasen asombrar por la imaginación y llevar por la intuición bien formada. Si había que enseñar a través de imitaciones o caricaturas de personajes famosos… ¿por qué no hacerlo? Si subirse a la mesa conseguía sacar a los alumnos de su letargo… ¿qué había de malo? Si reunirles en corro y hablar de ser apasionado en cualquier ámbito de la vida enganchaba su atención… ¿por qué no romper la muralla que separa a docentes de pupilos? Seguramente muchos de los, hoy ya jóvenes, que me han «sufrido» en clase podrán dar fe de ello (con desigual éxito, por supuesto).
Sí. «El club de los poetas muertos» forjó mi carácter como ejemplo de lo que se puede lograr saliendo de la norma. Además, al igual que sucede en la película, no tardé en darme cuenta del rechazo e inquietud que eso provoca en los iguales que sólo tienen recursos para seguir el guión al pie de la letra. A modo de ejemplo cabe recordar la escena con la que se introduce el personaje de John Keating: en el prólogo del libro de Literatura el autor, un tal Prichard, trata de explicar a los alumnos que, el valor de una obra, se podía medir con cálculos matemáticos. Es decir: si el argumento vale tanto, el estilo tanto y el vocabulario utilizado tanto otro, hacemos una media basada en ciertos valores propuestos por este emérito y docto caballero y nos sale que esa obra/poema/(poned aquí lo que os dé la gana, desde una canción hasta una película) tiene una calificación equis. Creo que John Keating me ganó para siempre cuando calificó al tal Prichard de «excremento». Al momento pasó a explicar a sus pupilos que absolutamente todo lo que afrontamos en la vida tiene dos maneras de verse: degustándolo, apasionándose, buscando el lado positivo y enriquecedor… o como el señor Prichard.
La entrada de hoy de este blog tiene sentido con la figura de Robin Williams que siempre suplió una delicada y y frágil vida personal haciendo reír e inspirarse a todo aquel que pasaba una tarde disfrutando de alguno de sus personajes. Al final, el peso de sus tristezas pudo más que el de las alegrías que aportaba al resto del mundo conocido. Pero dejó tras de sí un legado de trabajos altamente inspiradores, llenos de matices y talentos aplicables a lo que nos gustaría encontramos en nuestro «camino» o querríamos ser para alguien.
En ese sentido podíamos hablar de otro profesor, Sean, el de «El indomable Will Hunting» que le supuso su Oscar. Un hombre que no trata de influir, sino de guiar. Acompañar. Williams consiguió hacer de un texto menos amable que el de los «poetas» un reto para los que nos quisimos dedicar a alentar las virtudes de nuestros alumnos.
Histrión, loco en «El rey pescador», metamórfico, tierno y salvaje. De «Jumanji» a «Toys. Williams siempre dejaba poso en el espectador, al menos en los personajes a los que podía aportar «su visión». No nos volvamos locos: en «Flubber» poco podía hacer pues la estrella de la peli era el maldito blandiblub verde. Pero reto a cualquiera que haya visto «Nueve meses» a decir que de todo el film no se queda con la interpretación de Robin como ginecólogo a pesar de su corta duración en el metraje.
Como «Patch Addams» también apelaba al lado más vitalista y vocacional de la gente, de los que valoran más un logro ajeno que un éxito personal. Adrián Cronauer aportaba luz cada mañana desde la oscuridad de la guerra en «Good Morning Vietnam«. Y al igual que los otros alter egos de Williams, lo hacía luchando, no contra el orden establecido, sino contra el absurdo inmovilismo y lo mecánico y carente de emoción.
Podría hablar horas de lo que ese hombre (que maldecía los tacones y al que los inventó) mutado en la entrañable Señora Doubtfire hizo por sus hijos (y lo acojonantemente increíble que era verle bailar el Dude (looks like a lady) de Aerosmith). O de lo que Jack, bajo la dirección de Francis Ford Coppola, consiguió a base de inocencia y amistad pese a su apariencia. Pero para eso es mejor que uno, de vez en cuando, ponga un largometraje de Williams y se deje atrapar, seducir, engañar. Porque si no lo hacemos, queridos amigos, corremos el riesgo de convertirnos en «excrementos» del calibre del señor Prichard.
Retomando cierto mensaje: apasionaos con lo que hagáis, incluso con lo que no habéis hecho pero deseáis hacer en algún momento. Aprovechad el día. Exprimidlo. Y vivid plenamente. Vivid, porque como decía el bueno de Robin en la piel de Peter Pan en «Hook», vivir será una fantástica aventura.