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Con trece años todo se ve diferente. Diferente a los doce, claro. ¿Dónde va a parar? Yo lo tuve claro en cuanto los cumplí. Además, me coincidió la edad con la llegada de las chicas a mi colegio. Porque entonces se llevaba aquello de estar separados hasta octavo, no fuese que aprendiéramos a entendernos. Y, claro, el siguiente curso aparecían ellas y no sabías ni cómo sentarte en la silla. Decidme si eso no era un cambio de paradigma, que dirían ahora. Y uno, que no era ni mucho, ni poco, ni para comerse el coco, grababa cintas de varios a ver si alguna se fijaba menos en los guapos del barrio y más en una cosa normal.

 

Entonces también creía que los Hombres G eran unos pijos. O no. Uno creía y pensaba lo que se llevase o dijeran los mayores. Lo cierto es que el cabrón de David Summers era de estos últimos, y escribía canciones que querías escuchar sin parar cuando la de la coleta de dos filas atrás, a la derecha, pasaba de firmarte la carpeta. Y ahí estabas tú, temblando, sin querer decir ni siquiera un par de palabras.

 

En aquellos años también aprendí que los «y sis» sirven para menos que un vídeo VHS en la actualidad. Y que molestan, entorpecen. Te hacen ser chiquitín y tú lo que quieres es soltarte el pelo y luego lo que te dé la gana. Los «y sis» estuvieron a punto de joder la carrera musical de Marty McFly, fíjate si son funestos. Y, aunque me costó alguna década más, al final los dejé aparcados en una esquina cualquiera. Porque merece la pena y el esfuerzo decir a alguien que no haces otra cosa que pensar en ella. Mucho mejor que hacerte pequeño, como una cochinilla, y terminar escribiéndolo en una letra. Porque, para alguien, eres lo más y los «y sis» son lo menos.

 

Mi pandilla no trascendió los veinte. Quizá no estuviéramos destinados a hacerlo. Fuimos amigos para siempre hasta esa línea y, después, los del colegio, que no es poco. En el camino fui conociendo a otros que se mantienen. Nos llamamos hermanos sin serlo de sangre. Nos hemos ido arrastrando a casa muchas veces, la mayoría con la sonrisa puesta. Y no solíamos dormir la siesta porque algunos decidimos formar una banda rock & roll (oh, uh, oh) con la que nos comimos colín y medio nada más. Días inolvidables, aquellos.

 

Y ahora, que hemos alcanzado esos cuarenta y pico de los que hablábamos con trece, seguimos despilfarrando el gel y convirtiéndonos en hombres lobo de tanto en tanto (con menos ritmo, pero con mucha más intensidad). No sé si somos viejos, pero sí que no nos avergüenza llorar un poquito con el final de pelis como la que origina estas palabras. Ahora compartimos salidas con nuestras Laylas particulares. Benditas ellas… Nos encuentran simpáticos y obvian que nos volvamos tan maniáticos. Será que se han acostumbrado. No en vano fueron las que se llevaron el mordisco.

 

Para qué engañarnos… Pasarán los años y ya no miraremos nuestros libros viejos del colegio. Si acaso, lo haremos con los de nuestros hijos. Y sí, sonreiremos recordando aquella canción que hablaba de ser dos imanes. A día de hoy, nos basta con saber que vinimos a pasárnoslo bien y lo hemos conseguido. Con creces.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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