Excepto si usted es un hooligan de la limonada a granel y la panceta comunal, estará conmigo en que esta parte de las vacaciones, para los que las tengan, es la que más cansa. Sobre todo si en vez de playa, piscina privada y sosiego, obtiene mantel de papel, marmitako con tique e hinchables.
Durante el pasado puente de la Virgen, las ciudades castellanas se vaciaron buscando el frescor salvaje de los pueblos. Pero ya no existe. Ni siquiera estos son iguales. Ya no hay Sensación de vivir al mediodía ni vamos al río después de que termine El Equipo A. Incluso las benditas noches que antes reconfortaban y moderaban la temperatura de las casas ahora son de medio pelo, de «tampoco te tapes no sea que te dé un tabardillo a las cuatro de la mañana».
Los pueblos eran un remanso de gastronomía tradicional, rutinas firmes de tres meses y mantas zamoranas. Ahora los abuelos duermen el sueño de los justos, las dos horas de digestión que servían para que los mayores reposaran la siesta no las cumple ni Dios y de los edredones, ajuar de un par de generaciones previas, ya les he contado antes.
*Así comienza el artículo «Tolerancia y teleclub», publicado en El Norte de Castilla el 24 de agosto de 2023. Puede continuar su lectura aquí