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Alguien recitaba hace tiempo que el grueso de canciones actuales tienen fecha de caducidad: se consumen, templan tu espíritu durante un rato y, tras cumplir su exigua función, desaparecen. Algunas letras y melodías, en cambio, quedan registradas en nuestra cabeza durante décadas. Quizá nos recuerden tiempos que no volverán, momentos que forjaron un carácter o, simplemente, nos hacen felices sólo con sonar. Como buenos cainitas, tenemos una facilidad sublime para defenestrar aquello que un día fue importante o nos pareció válido, normalmente bajo pretextos como que su época ha pasado o que comparado con el último grito en artistas mainstream no tienen nada que hacer.

Hoy vuelven La Oreja de Van Gogh a nuestra ciudad, incluidos en un cartel plagado de nuevos fenómenos y grupos veteranos que nacieron diez años después de que los donostiarras editaran su primer disco. Han superado etiquetas, infundios, modas, crisis y siguen ahí, a pesar de que muchos de los mercachifles de la verdad de los que hablaba antes les negarán el pan y la sal y dirán que ese no es su sitio. Su mayor pecado aparece perfectamente definido en el reciente libro, llamado «Memoria», de su guitarrista, Pablo Benegas: eran y son aburridamente normales. Los de antes, los relatores de lo que es bueno y lo malo, aprovecharán esta línea para insistir en lo del tedio, en que sus acordes suenan a misa de domingo, pero les apuesto un año de suscripción digital a mi periódico de cabecera (que, por otro lado, sale baratísima) a que esta noche la gran mayoría del público tarareará sin problema los estribillos de veinte canciones. Echen una ojeada a su repertorio musical particular y busquen quince temas del mismo cantante del que se sepan el estribillo y varias frases más. Si lo han encontrado, busquen a alguien con quien se lleven veinte años y pídanle el mismo ejercicio. Vaya, no era tan fácil, ¿eh?

La Oreja lleva enviándonos pequeñas cartas más de veinticinco años sin exigir nada más que escuchar. Nos dijeron que nos cuidáramos, que ellos estarían bien. Y cumplieron. Nos han escrito la canción más bonita del mundo una y otra vez. Y renegamos de ellos. Pop chicle. Pegadizo y ya. Fácil, dicen los que canturrean por lo bajini que recordarás las tardes de invierno por Madrid y las noches enteras sin dormir. La Oreja nos pide que recordemos París y nos perdemos entre bulevares, nos cuentan nuestra historia, capturándola en un solo segundo. Y nos tienen. No lo nieguen. A ustedes también les pasa. También se les hiela la sangre al escuchar lo que pasó aquel jueves cuando llegaron al túnel y se apagó la luz. Eso no ocurre cuando se le canta a cosas que no permanecen en ese rinconcito del corazón que guarda las palabras importantes. Muchos de los que leen este texto han esperado con la carita empapada a que alguien llegara con rosas. Y todos sabemos que el 28 es el único autobús que siempre aparece tarde.

Esta vez no han quedado con nosotros en el Astoria, sino en un pinar pelado de Valladolid. Y quieren hacernos partícipes, un lance más, de esa dulce locura que permanece, inmortal, en nuestras gargantas. Así que siéntense cerca y dejen que ellos se encarguen del resto. Aburridamente normales, dice Pablo Benegas. Y a mucha honra, con lo importante que es en la actualidad ser normal. Pueden contar conmigo.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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