Por mucho que diga mamá, este jersey pica como si un puercoespín se hubiera afilado las púas y le pareciese buena idea frotar su lomo contra mi piel. En casa todo el mundo está de los nervios y no entiendo por qué. Me han despertado cuando tenía un sueño de esos de baba añeja contra la almohada, y encima con prisa. «No llegamos, la leche, tus cereales favoritos…». La abuela también está por aquí revoloteando y ha intentado hacerme una tortilla dos veces. Dice que eso que desayuno es una guarrada, que necesito proteína o me quedaré enclenque, como mi padre. Por suerte, papá no está en casa para escuchar tanto halago. Salió antes de que se apagaran las farolas de la calle a vender lo que él llama «marisco de Castilla» y la abuela «un billete a la tumba». Se ponga como se ponga, el embutido paga las facturas, o eso le he escuchado a mi madre decir alguna vez. Así que cuando rezo por las noches, antes de dormir, pido para que la gente siga comiéndose un bocadillo de chorizo de tanto en tanto y, así, tener para el alquiler.
Es cierto que papá es chiquitín. No es que mi madre sea alta como una torre, pero mi padre no llega al estante superior de la cocina. Cuando ella se pone tacones, él la agarra por la cintura y ella a él por los hombros, pero papá está encantado con la pose. Dice que así la tiene más a mano. Cuenta que de pequeño se puso de portero en un partido y, tras una estirada colosal que debió salir en todos los periódicos del mundo (por las veces que ha narrado la anécdota), chocó contra el poste con la cabeza y se hizo un destrozo importante. No sé si eso tiene que ver con medir poco más de metro sesenta, pero es su relato y yo le creo. Además, papá sí que me deja comer esos cereales de colores y, alguna mañana que va tarde a trabajar, me cuela un trozo de chocolate en la manzana pelada que la abuela me prepara de almuerzo. Por supuesto, a la hora del recreo eso parece un plato de los que salen en la tele en los concursos de cocina.
Hoy es el primer día de colegio de mayores. Me lo han repetido sesenta veces durante el verano. Que se acabó jugar, que empieza lo duro… Yo no sé si quieren que caiga en depresión con los seis años que calzo, pero a este paso lo van a conseguir. Sigo con muchos compañeros del año pasado y algunos de otras clases. Entro por la puerta y me encuentro con un niño gordito que se llama Quique que el curso pasado lloraba cuando se le acababa el almuerzo. Creo que tenía que ver con que la mayoría llevaban bollitos y cosas del estilo y a él sus padres le envolvían dos zanahorias en papel de aluminio acompañadas de un zumo de manzana. ¡Como para no llorar!
La primera mañana es como las otras que he vivido. A ver, no me voy a poner digno, llevo cinco y de dos no me acuerdo, así que ni me afecta ni me impacta. Pero todo está a punto de cambiar. Durante la segunda hora, la directora, a la que gentilmente llamamos “la patillas” porque le faltan dos centímetros para tener barba, entra en nuestra aula y dice que nos trae una sorpresa. Quique abre los ojos y susurra algo parecido a «bombones». Y, a continuación, es mi mirada la que se convierte en una pantalla de cine, plena de luz y sin nada que amortigüe la sacudida. Por la puerta entra una niña como nunca había visto otra. Tiene dos piernas, dos brazos y el mismo uniforme que las demás, pero cuando camina tiene un no sé qué, un hechizo. Mi padre llama bruja a mi madre y le pellizca el culo. Ella le devuelve el gesto en forma de azotito en el mismo sitio y los dos se van con una risita idiota que no hay quien les aguante los siguientes diez minutos. Una vez le pregunté a mamá por qué hacían eso, y me dijo que porque el amor era así. Mi abuela, que andaba por allí escuchando, como siempre, susurró que había mucha más tontería que amor en esas bobadas. Así que me quedé con la copla y acabo de asumir que tengo tanto amor como tontería por esta cría.
Si quería más emoción, Juncal, “la patillas”, pretende darme ración y media. Y coloca a la nueva a mi lado, no sin antes presentárnosla.
—Ella es Yolanda…
No escucho el apellido. No puedo. Yolanda. Mi padre me había puesto películas de un grupo infantil de su niñez. Decía que los Cantajuegos eran una copia mediocre de estos, que iban vestidos como fichas de un parchís. Y la amarilla se llamaba Yolanda. Al ver que en el pelo lleva un lazo amarillo que no pega nada con nuestro suéter azul y falda o pantalón gris, estoy a punto de gritar. Además, nada más ocupar la silla, se gira hacia mí y me sonríe. Todo mi cuerpo me pide suspirar, pero lo que hago es soltar un estornudo gigante acompañado de cierta cantidad de efluvios nasales. El resto de la clase se parte de risa y ella se apresura para darme un pañuelo de papel que desecho rápidamente tras limpiarme. Yolanda. Jolines.
El resto de la mañana transcurre en silencio para mí hasta que salgo del colegio. Mamá está, como siempre, esperando junto a la puerta. Y veo que papá se ha escapado de sus quehaceres para recibirme en este primer día. Ambos me abrazan y me sujetan la mochila. Me hacen como doce preguntas en diez segundos y no contesto. Comenzamos a andar y me interrogan por si me ha pasado algo. Y respondo:
—Nada. Que estoy enamorado. Y un poco tonto.
Relato participante en el concurso #DíasInolvidables organizado por Zenda e Iberdrola.