Guzmán trabaja trescientos sesenta y cuatro días al año. Uno más cuando el calendario vomita esa horterada del veintinueve de febrero. Ahora se lleva la empatía y valorar el esfuerzo, pero los caramelos no sirven en su negocio. No se aprende dónde efectuar una herida incisa que produzca la muerte en minutos sin pericia ni calma, al igual que no se sabe que se necesitan ochenta centímetros cúbicos de aire en una arteria para provocar una embolia gaseosa fatídica si no has puesto alguna vez la mitad y el trabajo no ha sido pulcro. Meticuloso no es igual que limpio. Al contrario de lo que se piensa, es importante no mancharse. Ni las manos ni nada. Aunque, a veces, no queda más remedio que engorrinarse para lograr el objetivo. Esto ocurre cuando no se ha planificado de forma adecuada, no se han tenido en cuenta todas las variantes y no se han organizado, al menos, tres formas diferentes de gestionar imprevistos.
Guzmán nunca recibió palmaditas en la espalda. Aprendió a fuerza de estudiar y, aunque siempre manifestó poseer un don especial, logró ser un profesional competente a base de poner en práctica una y otra vez rudimentos hasta lograr la perfección. Un abogado estudia una miríada de casos hasta dar con la grieta en la coartada o en el sistema que sustenta su acusación o defensa. Un asesino hace lo mismo: encontrar el error y subsanarlo. Ya sea en su plan o en la protección de su víctima.
Guzmán adora los adornos navideños, pero odia las luces. Nublan sus sentidos y vive de ellos. Por eso, en estos días va con gafas oscuras aunque sea de noche. A veces lleva un bastón. Las gafas llaman la atención y unirlas al concepto de un ciego hace que pase desapercibido rápidamente. Se le ve y se le olvida.
El día de Navidad come con su madre. Invariablemente desde hace treinta años. Es el único gesto que se permite cada curso. Ella no le recuerda desde aquel veinticinco de diciembre en el que murió James Brown. El dato no es baladí. Entró en la habitación de la residencia y la televisión estaba a un volumen desmesurado. Afeó a su madre el porqué de esa estridencia, pulsó el botón del mando hasta una audición soportable y ella se lo agradeció. A continuación, le preguntó quién era. Sonaba “It’s a man’s man’s man’s world” y, desde entonces, le ha parecido la canción más triste del mundo. Por eso lleva en sus auriculares una lista de Sinatra y Ella Fitzgerald cantando a Santa y la Navidad, pero muy, muy bajito.
Guzmán trabaja para gente que no parece indeseable. Poderosos, pero educados. Implacables, pero graciosos. Nunca ha valorado sus personalidades, tan afables como egoístas, tan imprecisas en lo público y tan oscuras en la intimidad. Jamás le han visto ni le verán. Recibe un nombre y una suma de dinero. Obscena. A continuación, confirma o rechaza el encargo. Una vez finalizado su cometido, cobra esa cantidad (indecorosa) y vuelve a su vida tranquila de entrenamiento, disfraz y solitudine, que diría la Pausini. No tiene remordimientos ni necesita confesar sus pecados. Sus obras pagan la residencia de su madre, a la que registró con unos apellidos neutros y una identificación creada por el mejor falsificador de Berlín a golpe de talonario. Y cada mañana de Navidad, Guzmán recorre tres rutas diferentes con sus correspondientes transbordos hasta llegar al Hogar Santa Brígida. Indefectiblemente, le lleva sus pastas favoritas, compradas en una vieja (y cara, carísima) confitería. Se sienta con ella y le cuenta, como se le contaría a un niño un exorcismo, todo lo vivido en los doce meses anteriores: un fondo de horror en una forma tolerada para todos los públicos. Su madre le besa, no por lo que dice, sino por las pastas. Al rato, después de un plato de sopa y alguna exquisitez mundana surgida del cáterin que nutre al resto de pacientes, su madre se suele dormir y él, tras acariciar su mano, arroparla y dejar un regalo en la almohada, abandona el edificio como un desconocido tras subir a la tercera planta, abrir un par de habitaciones al azar para enrevesar su rastro y salir por el sótano.
Este año ha seguido su plan a pies juntillas y está a punto de cruzar las puertas decoradas con guirnaldas de todo a cien y espumillón despeluchado. Lo hace empujando un contenedor de ropa dirigida a la lavandería. Pesa bastante y le cuesta subir la rampa que desemboca en la zona de aparcamiento. Quizá sea por el cadáver que va dentro. Detectó al intruso cuatro días antes. Siempre hace una ronda la semana previa para evitar actuaciones innecesarias. Por mucho que se enmascaren, las peleas públicas crean preguntas, noticias y huellas. El día veintiuno receló de un celador de brazos vellosos que se mostraba amabilísimo con los enfermos. No hizo falta seguirle hasta la furgoneta que, un par de autobuses más lejos de allí, le llevó a donde quiera que fuese. Un celador, a finales de diciembre, desea irse a casa con su familia y que le den poco la murga. Además, recibe masajes mensuales debido a la fuerza que ejerce para levantar y acostar fardos de setenta kilos de peso humano para arriba. Y los fisios y el pelo (en cantidades industriales) no se llevan bien. Llamó a la recepcionista desde una habitación inconcreta y solicitó ayuda con una persona. Eric, “el peludo”, acudió. Al pasar, recibió un corte en la yugular muy certero. Dejó el afilado cristal de la botella dentro para contener la sangre, que actuase de depósito y no salpicara. Muerto en tres minutos.
Así que, mientras tararea esa melodía de Frank en la que suspira por que nieve, va empujando y pensando a quién habrá molestado, dónde podrá trasladar a su madre y tres maneras de acabar con el individuo medio escondido en la esquina oeste de la residencia que sujeta algo en la mano.
Relato participante en el concurso #CuentosDeNavidad organizado por Zenda e Iberdrola.