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Digamos que soy feo. Es más, aseverémoslo (con cariño, ¿eh? No como esa gente que te dice «que no te siente mal, pero…» o «yo es que soy muy sincero» y luego te sienta fatal y se pasan de veraces por creer tener coartada).

Ahora pongamos que tengo un trauma fatal con ser feo… para determinadas personas (porque en First Dates hemos comprobado que siempre hay un roto para un descosido). No de psicólogo, no. No hablo de cosas serias. Es aquello del niño de mamá, que siempre ha dicho la abuela que es monísimo y, un buen día, se levanta con quince años y, chico, no podrías protagonizar las pelis de Lobezno. Así que, aprovechando la sociedad en la que vivimos, decido que ya nadie puede llamarme feo, porque me ofendo en lo más profundo de mi ser y hiere mi autoestima hasta límites difícilmente soportables por el ser humano.

Por suerte para mí, hay un puñado de gente que me quiere socorrer (cobrando, por supuesto) ofreciéndome ayuda psicológica para superar mi fealdad, un círculo de seguridad (de feos, por supuesto). En ese ambiente en el que los feos son bellos (no bellísimas personas, que eso se da por descontado) hacemos mandalas, talleres de sentimientos, conectamos con el cosmos del que formamos parte y aprendemos a querernos tal y como somos. Pero resulta, ´jate tú, que diría Millán Salcedo, que hasta en ese remanso de respeto y paz hay feos… y feos. Ya saben, un «aquí somos todos feúchos, pero a aquel cabrón no se lo come ni el ácido», o un poco sacro «todos sois mis discípulos queridos, pero, Pedro, sobre ti edificaré mi Iglesia porque molas más que Santiago».

Con lo fácil que era antes, que me catalogaba yo mismo entre los resultones y salvaba la papeleta. Hasta me lo creía y me venía arriba en lo del ligoteo. Incluso aprendí a poner una pose en las fotos (desde entonces entiendo a Julio Iglesias, no me pillas el perfil malo).

Como no soy (ni era) Robert Redford, sin necesidad de auxilios mayores que los amigos y las madres sufrí, si eso era sufrir, por amor no correspondido al igual que el resto de la humanidad. Todo el mundo apunta alto. Hasta las que están arriba del todo en los cánones de guapura apuntan alto. Si no es por belleza, por posición, por encanto, por personalidad o (sí, amigos) por “posibles”. Ellos y ellas. Lo de contigo pan y cebolla, llegado a una edad, regu. Tras mucho zascandilear, de pronto, un día, vi que no necesitaba a la más guapa del baile, sino a la de los ojos más bonitos, la de la paciencia excelsa, la que siempre llegaba tarde, la que sonreía. Curiosamente, al poco, me di cuenta de que, justo ella, además, SÍ era la más guapa del guateque. Y no le debí parecer muy feo. Y, si se lo parecí, me metió en los resultones y asunto terminado.

Hoy, esta bonita historia con (por ahora) final feliz, no tendría más que trabas y obstáculos. Hoy, casi, hasta se vería obligada a corresponderme. Porque quién se cree que es. Que el chaval tiene buen fondo. Qué es eso de rechazarlo por derecho. Bien mirado, incluso me habrían conminado a ligar con otra con peores ojos. Marrones y vas que chutas.

No les digo nada si cambiamos pretendiente y pretendido. Y es que la clave de todo este asunto está en aplicar las cosas con criterio. Y mantenerlo, que es lo más complicado.

Miren. A mí no me gustan las axilas peludas en las chicas. Eso no significa que no respete que cada uno haga con su vello poco bello aquello (poeta que soy) que le venga en gana. Siguiendo el mismo razonamiento, podré decir que no es de mi gusto, como la coliflor y demás verduras que huelen a caca al cocinarse y hay gente que se las come (benditos ellos). Yo no. Y lo otro, yo tampoco. Qué le vamos a hacer. Ni me convierte eso en un machirulo, ni en un desgraciado, ni en un opresor, ni nada. Ni voy con una pancarta por la calle promocionando Gillette, ni es lo primero que preguntaba a las chicas cuando las conocía en los felices años de correrías.

Es así. Gisele Bundchen se fijó en Tom Brady, y no en mí. Y yo me quedé con la guapa y la elegante de la fiesta y nadie me mueve un milímetro de ahí. Sin denostar, sin clasificar. Es lo que pienso. Me rebajo la barba cada semana, no cada dos días. ¿Por qué? Porque me da la gana. Si juego al balonmano y agarro el balón, sólo puedo dar tres pasos. Son las reglas. Si quiero dar más, me dirían que me pasase al rugby. De igual modo, entiendo que hay sitios en los que tengo que llevar chaqueta porque lo exige el protocolo. Si el tuyo no lo contempla, no vayas a ese sitio, pero no prohíbas ir a los que lo respetamos.

Desengáñense. Todos los que estamos por debajo de Paul Newman, Pitt y demás somos feúchos… comparados con ellos, claro. La gama de grises es eterna. Así que, únanse al club y quemen los libros de autoayuda.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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