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Llevo semanas pensando, por primera vez, que me he hecho mayor. No que esté en ello, sino que se trata de un hecho consumado. Para llevarme la contraria, cosa que suele ocurrir en cuanto das algo por sentado, el sábado pasado disfrute de una quedada al viejo estilo (aunque light, por aquello de la hora). El cisco que montamos en una terraza a las nueve de la noche fue, en mi opinión, digno de ocho veinteañeros (en dos mesas, respetando) con ganas de jolgorio. Las risas, sanas, el «cubateo» (palabra digna de un señor de edad respetable), las anécdotas… Si nos hubieran visto los hijos de algunas, que los tienen, se habrían avergonzado de nosotros. Vamos, que nos estamos convirtiendo, si no lo somos ya, en personas «normales».

Hoy vengo a hablar de esto. En un momento en el que ver un informativo completo sin irritarse es una prueba olímpica de paciencia (o solo apto para hooligans de la España que elijan), ser «normal» es la salida de los que hace tiempo que dejamos los complejos atrás.

Miren, es curioso. Cuando comencé a quedar con la que hoy es mi mujer y nos preguntaban a ambos cuáles eran las características del otro, solíamos contestar de manera escueta: es… normal. Puede ser una respuesta lógica dado el historial de trastornados que gastábamos en amores ambos previamente, pero también una verdad de peso. Normal.

Ser normal, en la época en la que todo el mundo pone fotos suyas en redes para que la gente le aplauda las arrugas, es raro. Ser normal es aceptar que a tu equipo, a veces, le pitan algo a favor. Parece baladí, pero piensen en sus círculos cercanos y analicen lo que acabo de decir.

Ser normal, supongo, que tratará de adquirir la consciencia de que no eres Brad Pitt, que el hijo de puta va a cumplir 58 y que si ahora no le llegas al tobillo en guapura, jamás lo vas a hacer. Y para eso no hace falta decir que se le notan los retoques, que se le va la olla o que se pone hasta arriba de qué sé yo. Principalmente porque no tienes ni repajolera idea y porque, si lo dices en alto, dejas constancia de lo corroído que estás por la envidia.

Ser normal debería ser llorar por impotencia, por pena, de alegría, por dolor o por lo impepinable, la muerte. Pero no ejercer de plañidera ante las nimias vicisitudes negativas de la vida. Para eso, amigos, hay que ir llorado de casa. Una cosa es aceptar nuestras debilidades y otra el victimismo, llorar a capricho para llamar la atención, que es una enfermedad muy contagiosa y nociva que debería estar en el top cinco en esos rankings que tanto gustan de hacer las revistas.

Ser normal es no decir hoy una cosa y mañana la contraria. Y, si lo haces, admitir que te has equivocado. Y si lo vuelves a hacer, conceder que no tenías ni puta idea la primera vez que opinaste, y que no lo volverás hacer a menos que estés preparado (queridos políticos, tatúense esto o escuchen a Sémper y Madina).

Ser normal es posible que devenga en una carrera constante. Si te despistas, cosa que nos pasa a todos, te vuelves un poco gilipollas. La clave es corregir el rumbo, conocerte lo suficiente para saber que la has cagado y arreglar el asunto en el que metiste la pata. Sencillo, ¿verdad?

Ser normal es apreciar el Arte y no parecer una acémila cada vez que te proponen ir a un museo. Es leer, aunque sea de vez en cuando -de vez en cuando no es un libro al año-. Y no, no vale con el Marca, el As o la Cuore (a no ser que pretendas aprender de ellos y que la RAE te busque y encierre por delincuente gramatical y ortográfico). Lee, aunque sea por tener tema de conversación con otras personas normales. Por querer saber algo sobre cualquier cosa. O por darte cuenta de que no tienes ni puñetera idea de nada. Y, no, tampoco es necesario terminarse el Ulises de Joyce.

Ser normal es ponerse en el lugar del otro cuando tiene un problema o pensar antes de opinar con grandilocuencia sobre tal o cual cosa que ha hecho. Básicamente, es haberlo hecho antes de que se pusiera de moda ser empático.

Ser normal es que te siga pareciendo raro que se use «implementar» para cualquier campo, sobre todo siendo consciente de que hace cinco años o no existía ese verbo o los modernis no lo utilizaban jamás. NUN-CA.

Ser normal es no ser un ayatolá (“no me toques la pirola” -guiñito a Siniestro Total. Ya, que no lo habéis pillado. No pasa nada, ya os dije que soy mayor-) de nada. Sí, yo también he hecho eso de acabar una frase lapidaria diciendo «y punto». Es bastante común que donde tú pones el punto, el resto ponga una coma y deje una cantidad importante de argumentos que sepulten los tuyos, con lo definitivos que eran y lo bien que quedaban. Lo dicho, que leas más y escuches el triple.

Ser normal es saber que Netflix, HBO y Disney Plus -con u, os pongáis como os pongáis- son plenamente disfrutables, pero que de ningún modo, never ever, se podrán comparar con el cine en la sala. Y punto.

Ser normal es cantar una de Hombres G sin complejos, aunque vayas de digno y tengas trillados los vinilos de Bob Dylan. Primero, por sinceridad, porque todos nos hemos levantado dando un salto mortal y nos hemos duchado despilfarrando el gel. Y, segundo, porque en Navidad nos desgañitamos con lo de los españolitos marineros solteros y casados, que es infinitamente más hortera. Pero, oye, que lo damos todo.

Ser normal es seguir confiando en la familia, como concepto, aunque te salga mal. Porque la familia es tu refugio. Si lo mamas desde pequeño, exportarás el método. Y, a pesar de que toda regla tiene su excepción, las ventajas siempre son mayores. Incluyan aquí a los amigos, si así lo desean. Y huyan de eso de no poner la confianza en nadie para que no te decepcionen. Eso es una de tantas sartas de pijadas que dicen los cenizos o los agoreros (o los coach, pero no los de baloncesto).

Ser normal es disfrutar de El hombre tranquilo. O tener pendiente verla. O tener amigos o un suegro que te digan que cómo puedes haber vivido sin hacerlo hasta ahora. Ser normal es exclamar ¡homérico!, pese a que no tengas muy claro qué significa.

Ser normal no es una rara avis, aun hoy en día. Pero, igualmente, es cierto que no está de moda. Vivimos tiempos de divismo. De provocar, que algo queda. De vender lo que no eres para llegar a ser quien no eres ni vas a ser. De entretenerse por el camino para, al llegar a la meta, darte cuenta de que no era la tuya y tener que volver a empezar.

Dicen los que inspiran los cartelitos de Mr. Wonderful que “si siempre tratas de ser normal, nunca sabrás lo increíble que puedes ser”. Pues miren, será por lo del principio de ser mayor, pero yo estoy seguro de que si pierdes media vida tratando de ser increíble, no te estarás dando cuenta de lo importante que es ser alguien normal.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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