Aquel pueblo escondido y pequeño, enclavado en lo que entonces no entendías como la Castilla profunda, se había convertido desde hacía años en el refugio y salvaguarda de mi pandilla. El tiempo corría de manera diferente a la actual, era simple: no había prisa. Dudo que mi maleta para tres meses fuera más pesada que la que en el presente llevo para un fin de semana largo. Lo dicho: todo era más sencillo.
La vida consistía en levantarse a la hora en la que tu abuela consideraba que habías dormido lo suficiente, desayunar como si fueras a entrenar para el mundial de sumo y salir. Salir, sin más. Tocabas a las puertas y tras un «¿está Pablo?» seguías la ronda en busca del resto. Greta estaba en el grupo y, lo más importante, era un año mayor que la mayoría. En aquellos tiempos eso era un máster en madurez, picardía y redaños. Greta ya había hecho todo aquello que al resto nos daba miedo. Y también todo lo que deseábamos con impaciencia. Greta fumaba por las noches. Greta besaba en los labios. Traducido al lenguaje de hoy, Greta calzaba pelotas suficientes para no tener redes sociales. Y si las hubiera tenido, en su perfil no cabría ni una puñetera cita famosa «definitiva» en inglés. No las necesitaba.
Las tardes eran eternas. Empezaban con series de sobremesa, continuaban con siestas y sesiones de río. La merienda no era voluntaria. Y la cena, imperdonable. No engordábamos ni un gramo. Pero claro, no estábamos sentados más que los cuarenta minutos que duraba El equipo A.
Las noches cambiaban en función de la edad. Las adolescentes no pasaban de una cerveza para los más osados, juegos en la oscuridad y más “juegos en la oscuridad”, pero de otro tipo.
Enfilando el último mes del verano, y acercándose las fiestas patronales, siempre había un partidillo de fútbol contra algún pueblo cercano. Nosotros inventamos lo de los nacionalizados que tanto se lleva ahora. Originarios de la localidad había uno o dos, a lo sumo. El resto éramos oriundos de segunda o tercera generación. Eso sí, sentíamos el figurado escudo de nuestras camisetas blancas (de publicidad) con orgullo patriótico. Normal, todos éramos «de aquí».
El caso es que, aquel verano, el partido era una excusa para exhibirse delante de Greta y que te prestara un poco de atención. La cosa tenía su desventaja, porque si hacías el ridículo lo hacías delante de todo el municipio. Así que allí estábamos todos, dando pasecitos e intentando controlar un Tango de los duros mientras ella y el resto de chavalas bajaba la cuesta hasta el campo. Al menos dos pardales sufrimos la osadía de mirar según se acercaba. A mí el balonazo me llegó a la cara. A Rodrigo le dio de lleno en un huevo mientras levantaba la mano para saludar. Greta se limito a sonreír mientras al pobre Rodri se lo llevaban con la cara anegada de lágrimas. La mía estaba roja, del balonazo y de la vergüenza. Pero Greta te miraba y te guiñaba un ojo, por simple cortesía.
El resultado tuvo el mismo interés que la calidad de nuestro juego, ninguno. Lo importante era que esa noche había verbena.
A la verbena se iba después de cenar, con un jersey por si refrescaba (y siempre lo hacía) y doscientas pesetas en el bolsillo, como mucho. Hacías el turno que te correspondía en la peña, agitabas el bote cuando se acercaban tus padres a tomar una limonada casera infame, bailabas cuatro bobadas con el «conjunto» que destrozaba al alimón canciones del momento y pasodobles, y volvías a la peña. El reservado nos hacía parecer mayores e importantes. Lo cierto es que, con aquella edad, no teníamos capacidad para hacer cosas importantes ni de mayores. Pero, como no lo sabíamos, éramos felices.
En aquel recoveco, a mis tiernos catorce, Greta se sentó a mi lado. Yo no entendía porque se ponía tan cerca, así que me moví un poco para dejarle más sitio. Mientras escribo esto me doy cuenta de lo inocente que era. Menos mal que ella insistió en acercarse, acompañándolo de un «tengo frío. ¿Me coges?». Como ninguno de los dos éramos argentinos, la abracé, que era lo que ella pretendía. Apoyó la cabeza sobre mi hombro y pensé que Víctor Manuel tenía razón cuando decía que no podía haber nadie en este mundo más feliz. El «hey» me lo guardé para otra ocasión.
Así pasamos las siguientes cuatro horas y media. Tal cual. Dio tiempo a que se me durmiera el brazo dos veces. Empezaba a amanecer cuando sólo deambulaban por las calles los licoretas y los jóvenes, y decidimos que aún quedaban dos días de fiesta. Salimos y acompañé a Greta hasta la verja verde que rodeaba la casa de sus tíos. La solté y me quedé plantado frente a ella. Gracias a Dios, se acercó, me agarró del jersey y me besó durante lo que serían dos segundos. Creo que me parecieron siglos. Se despidió hasta la hora de Misa, y amén.
El día siguiente transcurrió con los mismos ingredientes del anterior, pero quitando el partido y sumando cruzar un árbol sobre un río. Ya, éramos así. La pandilla se mantenía unida, jugaba junta, reía junta… y no había lugar a intereses de pareja. «Por la noche», pensé yo.
Tras la cena, apreté el paso para llegar a la peña pronto y poder hablar con Greta. La realidad me golpeó con fuerza cuando la vi hablando con los mayores. «Será un rato», me dije. Fueron dos días. Con sus noches y sus tardes.
En fin…
El verano siguiente fui yo quien sonrió a una chica un año más pequeña. Y fui yo quien, al día siguiente, bailé con las mayores. Y en la verbena, en un momento, Greta, se giró y me guiñó un ojo.
Así eran aquellos veranos maravillosos. Inmarcesibles. Imborrables. Todo llegaba, no había prisa.
veranos de juventud en el pueblo, esos sí que eran auténticos.
Tan activos, tan reales, tan diferentes de los actuales…
Maravilloso!!
Y cierto.
Y real (y «Reina, Reina y Reina. Y guapa, guapa y guapa») .
Vivan aquellos veranos. Y todas las Gretas de este mundo.
¡Vivan!