Dicen que el tiempo es oro. Eso quiere decir que lo es el tuyo y el mío. Viene a cuento la reflexión de hoy por la creciente desafección a llegar a la hora correcta. Antes lo llamábamos puntualidad.
Tu tiempo vale, como mucho, lo mismo que el mío, si hemos quedado. Vale la “norma” para una cita amorosa, para entrar a trabajar, un café con las amistades o para ir al fútbol. El árbitro pita a la hora, en punto. Si sales tarde del vestuario, te sancionan. Si se le ocurriese a un torero retrasar una corrida (que me perdonen los no taurinos), sería silbado sin reparos.
Dados los anteriores precedentes, me pregunto por qué hoy carece de valor quedar en un momento concreto. Vas como un corderillo fuera del corral, conocedor de su destino. Como Gary Cooper en Solo ante el peligro. Acudes a sabiendas de que la otra persona no cumplirá con lo pactado, pero vas a tu hora porque hay un sentido arácnido, un honor de caballero del Rey Arturo que te impide no hacerlo.
Debo ser muy exigente, pero no me valen los “han sido unos minutos”, “es que…” o “no te imaginas lo que me ha pasado”. El que quiere hacer algo, lo hace. El que no, busca una excusa. La única válida para no acudir a tiempo a un encuentro fijado es un accidente, un incendio o una muerte -y en este último caso solo cabe anular la cita por teléfono. Pero llamando, sin mensajitos de mierda (muestra un poco de respeto e interés, que son gratis) y mucho menos notas de audio (utilizas la misma mano y dedos para marcar un nombre y conectar que para sujetar el móvil y grabar, pedazo de vago)-. De este trance exculpo a los que tienen bebés o personas no autónomas a su cargo. Y pueden avisar debidamente, de igual manera.
Lo de los cinco minutos de cortesía es lo que utilizan los malquedas para justificar sus retrasos habitualmente. Si quedas a las siete, saben que tienen hasta y cinco para llegar y, finalmente, lo hacen a y catorce. Su excusa: “nueve minutines”. Que no. Si sabes que hay tráfico, lo hay para ambos. Y si no es así, contémplalo y sal con previsión. Que somos seres humanos, que se nos supone un raciocinio, estructura, orden y concierto.
Leí, no hace mucho, que si llegas a en punto (dependiendo del reloj) ya llegas tarde. Mi regla es cinco minutos antes (realmente intento que sean diez. Quince, si no acudo solo). Si quieres sacarme de mis casillas, haz que salga de casa a la hora en la que hemos quedado. Me da igual que sea en la otra punta de la ciudad que en la terraza de debajo de casa.
Si has tenido en cuenta esos minutos de adelanto y hay una circunstancia insalvable (un puente cortado, la DEA haciendo una redada al sucesor de Walter White o los aliados de Thanos destrozando la ciudad) llegarás tarde, pero no tanto. O podrás hacer la consabida llamada (gratis, os lo recuerdo, jetas) y disminuir la espera del otro, que no sabes si ha dejado a su madre enferma por quedar contigo y le tienes en una mesa alta tomando un café solo solo (maldita RAE, jamás os lo perdonaré, jamás) revisando la cronología de Twitter.
Los relojes que se atrasan se ponen en hora. Se da cuerda a los que se paran. Propongo un castigo semejante para los sacos de miseria que no llegan a la hora en punto.