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–Las ocho. Si apareces a la hora, estás llegando tarde.

Hay repúblicas independientes con presidentas menos autoritarias. Mamá gobernaba con mano de hierro y guante de terciopelo. La familia se movía al son del tictac de su reloj. Una orquesta, un ejército coordinado. Todos haciendo su papel en un escenario iluminado para la ocasión.

Clara corría al aparador del fondo a por la vajilla buena. Telmo colocaba, al alimón, cubiertos y servilletas. Con el filo hacia dentro, eso sí, no se fueran a cortar los niños. Yo, este año, me ocupaba de las flores y los dulces navideños.

–Si los partes tan gruesos tu tía no los va a querer. Y al abuelo se le engancharán en la dentadura. Hasta que no le pongan los implantes, imposible.

Daba vueltas a la crema de calabaza, freía picatostes, controlaba la temperatura del lechazo en el horno y era capaz de mirar de reojo si el tamaño del turrón era el adecuado. Recuerdo que alguna vez había llegado a pensar que la cabeza de mi madre podía dar vueltas como la antena de una torre de control y, así, examinar todo aquello que divisaba.

–Ocho y cuarto. Alguien debería sacar los refrescos a la terraza. No caben en la nevera y es probable que alguno acabe rodando y aplastando mi tronco de Navidad.

Cogí dos paquetes de cola y uno de tónica justo antes de que un bote intentase suicidarse y acabar con la paciencia de mamá. Las bebidas espirituosas eran el área de impacto de mi padre, pero aquella Nochebuena llegaba tarde. Y a la señora López Casteller, general de campo de esta casa, no le gustaba que nada ocurriese fuera de hora.

–Lo sé, lo sé –gritó una voz desde el pasillo mientras se quitaba la gabardina. Mamá giró la muñeca mientras abría tímidamente la puerta del horno. Su ceño fruncido no indicaba comprensión–. Me pongo enseguida con todo, Matilde.

Pero Matilde no contestó porque había sacado los trocitos de pan tostado a una fuente y empezaba a colocar banderillas en un plato pintado con motivos florales. Comerse dos de esas banderillas habría sido una tarea titánica para todo aquel que, después, quisiera continuar con la cena. Pero ya se sabe que en Nochebuena se trata de probar un poquito de todo y un mucho de nada. Eso o morir. Atún, pepinillo, huevo, pimiento, langostino y una aceituna con anchoa. El Everest de los aperitivos con palillo. Más castizas que los peces que beben en el río.

–Y media. ¿Cómo va la mesa?

–Platos, cubiertos, servilletas, copas de agua y de vino, pan cortado, jarrón en el centro, vino oxigenándose…

Enumeré la distribución que mis hermanos y yo habíamos dispuesto siguiendo el itinerario habitual organizado por mamá. Estábamos orgullosos.

–Ajá. Las toallitas para limpiarse tras el marisco… ¿las pongo yo? Y las crudités para el mousse de mejillones entiendo que las dejáis de guarnición para el segundo plato.

Enlazamos miradas y nos dispusimos a ejecutar los flecos restantes del plan materno. Mientras, la veíamos deslizarse como una bailarina del Bolshoi por la casa, revisar que todo estuviera en el lugar adecuado y que el tiempo fuera el justo en cada elemento de la reunión. En un momento dado, apareció en el salón. Observó cada detalle y echó un vistazo rápido a su reloj. Juntó sus manos y exclamó:

–Ajá.

Y no añadió nada. Todos reímos complacidos y un segundo después sonó el timbre. Cada cosa a su tiempo, pero al tiempo de mamá.

Luis abrió la puerta y desperté de un sueño. Estaba agarrando muy fuerte el brazo del sofá, así que lo solté y me incorporé. Mateo salió de su cuarto quejándose de tener que ponerse pajarita, pero le dije que estaba muy mono y que después podría quitársela, cuando llegara el postre.

Aún ligeramente atontada, caminé hacia la cocina. Al encender la luz, me pareció notar una figura junto al horno. Sujeté el picaporte o, más bien, este me sujetó a mí. Parpadeé y asumí que lo que había creído ver era esa ligera neblina que salía del electrodoméstico. Esos cacharros «multi-inteligentes» hacían muchas cosas. Demasiadas. Cualquier día nos preguntarían qué queremos de menú e irían autónomamente a hacer la compra.

No quedé conforme. Notaba que había algo que estaba fuera de su sitio. Salí de nuevo al salón, observé que cada cosa cuadraba con la idea que había planeado. Todo el mundo vestido para la ocasión y cada detalle listo para ejercer su misión. Alcé el brazo y vi la hora. Las ocho y media. Y me di cuenta de que lo que había cambiado de sitio era yo. El reloj de mamá estaba ahora en mi muñeca y eran mi orden y mi concierto los que diseñaban esa noche. Me apoyé, intentando no mostrar mi flojera, en los brazos de mi marido. Noté que mi barbilla temblaba y parpadeé con rapidez tratando de evitar que alguna lágrima asomase cuando no debía. Mamá no lo habría tolerado.

Me rehíce, extendí el vestido, puse recta la pajarita de Mateo y besé a mi esposo. Sonreí. Al momento, sonó el timbre. Giré la mano, miré el reloj y dije en alto mirando a la puerta:

–Justo a tiempo.

 

Relato participante en el concurso

#cuentosdeNavidad de Zenda e Iberdrola

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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