Camisetas. Macutos. Bastones. Sombreros. Y muchas sonrisas. Cuentan que va Vicente donde dice la gente, y a mí, que soy Alfonso, también me pasó. El grupo cercano propuso hacer el Camino de Santiago, la aventura ganó adeptos y en marzo se comenzó a gestar. La razón fue lo de menos. O, quién sabe, a lo mejor fue lo de más. El tema es que el motivo sólo incumbía a los que se disponían a hacer un número relevante de etapas hasta llegar al sello final de la Compostela. Y llegamos. Fe, esperanza, esfuerzo, superación… Hay grupos de supuestos intelectuales que dicen (por Twitter, mátame camión) que eso no mueve molino, que no es útil, que no hay que demostrar nada a nadie y que el esfuerzo y su cultura son un invento de los ricos para que les de más dividendos. Cuando esto se lo cuentan a una panda de quinceañeros con unos valores más o menos formados, el descojono reinante les hace escapar del lugar rapidito. Por eso tienen su nicho de fans entre aquellos que no han sostenido un lápiz más de lo necesario, so riesgo de contractura.
Volvamos a lo importante. Es lícito no entender la experiencia, incluso denostarla. «Dónde vais, pelele. Que el apóstol no está ahí y son supercherías de los de siempre». Qué afán con enterrar la ilusión de los demás. Los reyes del ‘spoiler’ con las películas. Los cenizos ante cualquier coyuntura. Los de «para qué ir si luego tengo que volver». ‘Esquezofrénicos’, los llaman los entendidos. «Es que…», como modo de vida y excusa eterna. Pues te reto. Te reto dos veces, como dicen en ‘Pulp Fiction’. Hay algo. Y no te lo puedo explicar. No sé. Fíjate si soy ignorante, pero lo prefiero a ser inamovible, áspero, analítico y carente de sueños.
*Así comienza el artículo «Caminito», publicado en El Norte de Castilla el 6 de julio de 2023. Puede continuar su lectura aquí