Les diría, para comenzar, que ojalá nunca pasen un rato en una de ellas, pero tengo la sensación de que por una u otra razón terminarán cayendo, en varios momentos de sus vidas, en la sala de espera de algún hospital. Y son un ecosistema curioso. Y más aún, en verano. A veces, podríamos decir, que uno se siente como si Dante hubiera descrito un décimo círculo del infierno en su Divina Comedia y correspondiese a esa zona de Urgencias donde se amontona gente de diferente índole, condición y, sobre todo, necesidad.
Recapitulemos y pongamos orden: uno no va a una clínica por gusto, o así lo entendía yo. Acude por una dolencia, un remusguillo o porque el reloj interno no termina de marcar las horas en punto. Si la cosa se manifiesta abruptamente, se desvía por una puerta lateral y tamborilea impaciente en el mostrador sanitario para cuestiones apremiantes. Allí manifiesta lo perentorio de lo que le aqueja… y ahí comienza la columna de hoy.
Enmarquen la experiencia en nuestro Río Hortega, Clínico o un escenario parecido para ponerse en situación. Pónganle un calor externo de esos de agosto con olas saharianas. El paciente entra en el «taller» y usted aguanta pacientemente (no le queda otra) hasta que le den información de su progreso. No se lleva usted libro para pasar el rato porque, matiz importante, no estaban preparados. ¡Es una urgencia!
*Así comienza el artículo «Sala de espera», publicado en El Norte de Castilla el 10 de agosto de 2023. Puede continuar su lectura aquí