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Los números del ascensor van moviéndose mientras Tote los mira. Julio ha observado mucho a su hijo desde que nació. Quizá en exceso, pero lo suficiente como para saber que esa mirada, aparentemente perdida en cifras, oculta movimiento.

Siete eran los enanitos de Blancanieves…

Ocho patas tiene la araña…

Las puertas se abren y ambos dan un paso adelante. Limpian sus zapatos, entran al piso. Cierran la puerta, se quitan los abrigos… y al perchero. Caminan juntos hasta la cocina, sirven dos vasos de zumo de naranja… Mmm…

Julio coloca su compra semanal del supermercado. Tiene una lista de aquello que necesita. Gasta y repone, un hombre metódico. Su ex decía que le crispaba esa frialdad. Él se encogía de hombros: sólo es organización. De ese modo, y como sus amigos esperaban, la necesidad de respirar de ella y de sumisión al orden de él dieron como resultado un rápido divorcio.

La única arista de ese acuerdo tiene seis años largos y se llama José Luis. Le llaman Tote, como a su abuelo de pequeño. Tiene un toque canallita, ¿a que sí?, dice Mencía, la madre de la criatura.

Hoy toca dormir en casa de papá. No es exactamente así, pero Mencía le ha pedido el favor a Julio. Ella necesita una cena de Navidad (y, quizá, otra cosa) Él no.

Se entiende bien con su hijo. Dicen que porque se parecen. Pero no es cierto. Julio es pulcro, puntilloso. Tote es eso y lo contrario. Con tres años, la orientadora del colegio les comentó que el niño parecía poseer altas capacidades. Con cuatro, decidieron promocionarlo un curso. Con cinco hacía operaciones sencillas de dos cifras, leía un libro semanal de esa colección del barco y sacaba de quicio a algún maestro.

A la vez que el entorno admiraba la aptitud de Tote, el chaval no era capaz de atarse los cordones, su cajón parecía el desguace de un chatarrero y perdía los botones del babi cada mes. Es un desastre. Es un genio. Necesita ayuda.

Tras engullir el zumo, el niño acude a su habitación, se quita un zapato allí y otro de camino y vuelve a la cocina, donde suele hacer los deberes. Habitualmente, los rellena mientras Julio prepara la cena.

Queda una semana para las vacaciones navideñas. Tote se pone de rodillas sobre el taburete y comienza su ritual. Lee la pregunta «Escribe una carta para entregar a los Reyes Magos el último día de clase», evalúa sus opciones y comienza a escr…

—Papá, ¿a los camellos les gustará el sándwich mixto?

Perplejo, Julio responde:

—Yo diría que no. Los camellos son herbívoros.

—Eso dijo la profe. Lo puso en la pantalla. Tampoco ella lo tenía muy claro. Pero antes de que quitase el artículo, leí que, en casos de mucha hambre, llegarían a comer todo tipo de alimentos. Y si después de Inglés tengo un hambre descomunal, ellos, que vienen desde Oriente, comerán cualquier cosa. Puestos en esas, yo les dejaría un sándwich mixto calentito, que a mí me encanta. 

Podía parecer un argumento de niño repelente, pero no a su padre. Es lo que tiene ser «inerte e insondable», como apuntaba Mencía: escucha mucho y habla poco. Años ha, le encantaba cómo la comprendía. Mas la gente cambia y sus necesidades también. Julio lo asumió como hacía con todo: con entereza y un sofoco de quince segundos en privado.

—Aparte—sigue—, no entiendo esa manía de dejar leche a los camellos. Melchor sí viene en un camello, pero Gaspar monta un caballo y Baltasar un elefante. Seguro que a ninguno de los tres animales les apetece leche. Y si así fuera, ¡el elefante necesitaría cien litros! También lo leí en un…

La sonrisa de Julio esconde tristeza. Sabe que Tote no es como los demás. Ni de lejos. Y predice el sufrimiento que le costará hacerse hueco entre sus iguales, conseguir un grupo estable de amigos y tener planes los findes.

—…y es lo que le decía a Telmo Rodríguez. ¿En qué casa hay un depósito con agua o leche para dar a un elefante, un camello, un caballo y todos los animales de carga que lleven regalos? ¡Aunque sean mágicos! Y él, que iba a dejar galletas y tres vasos de leche. ¡Es ridículo!

Cenan y llegan al acuerdo de que Tote debía terminar la redacción antes de obtener un pedazo de turrón, del que sabe a Navidad. 

Y así ocurre. Tras el pormenorizado lavado de dientes, puesta de pijama, y el rato de lectura, el sueño vence y el niño cae desmayado.

Julio da con la redacción mientras coloca la cocina. La curiosidad le hace leer:

Hola, Reyes:

Quería daros las gracias por los regalos del año pasado. Todos muy útiles, excepto el libro que dejasteis en casa de tío Alberto. Infumable. Siendo magos no entiendo que no supierais que no me iba a gustar. Pero el resto, genial. 

Esta vez no quiero nada para mí. Sólo para mis padres. Como sabréis, se llevan así así, con lo que tendrán que ser dos regalos. Ella necesita un amigo. Uno especial. Cuando cree que no la oigo dice en voz baja que necesita a alguien para ir al cine, a cenar y algo de un armario empotrado. Será para guardar toda su ropa. Así que si puede ser, el amigo y el armario. Si no, sólo lo primero. 

No sabía qué pedir para papá, porque tiene de todo. Hasta un jersey de renos para Nochebuena. He pensado que podría gustarle pasar más días conmigo. Charlamos sobre temas interesantes. Nos gustan las mismas películas, jugamos a decir capitales del mundo y a acertar el rosco de Pasapalabra. 

Nada más. Gracias por todo.

PD: una cosa, ¿el caballo y el elefante beben leche? ¿No prefieren un par de sándwiches? Mi padre los hace de lujo.

Julio deja la carta en la mesa y camina hacia la habitación. Mientras su barbilla tiembla, mira a su hijo. Y lo regula como hace con todo: durante quince segundos en privado.

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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