Me crie en los entresijos de los viejos teatros de la ciudad. Entre camerinos y pasillos angostos que desembocaban, sin remedio, en el escenario o en unas escaleras. A lo mejor un día cuento por qué. Hoy lo dejaré en que acompañaba a mi padre (que no era actor, pero actuaba y, sin ser cantante, cantaba).
La función, cuando había estreno, muchas veces comenzaba con un señor de riguroso esmoquin dando un discurso sobre las conexiones entre el libreto de la obra y las vicisitudes históricas de este país durante el siglo anterior. Es muy posible que allí nacieran mis inquietudes artísticas, o al menos se me curtiera el gusto. Es probable que, también en aquellos lugares repletos de luces y butacas de terciopelo, entendiese que ir al teatro era lo más parecido a un acto público de nivel. De aquellas, uno se arreglaba para las bodas, la Misa dominical o una velada en palco, platea o anfiteatro. Había dos sesiones: la vermut y la noche, y los que cortaban el bacalao sacaban entradas para esta última.
Éramos gente de a pie, la verdad sea dicha, pero mi madre me peinaba sin que se me moviera un pelo (y qué pelo tenía yo de aquellas) y todos los que tenían una joya, por pequeña que fuese, la sacaban a pasear. Se respetaba el preludio musical, si lo había, como si fuera un entierro, con un silencio sacro. Se reía con los cómicos y se sufría con los protagonistas si eran dramáticos. Al final, se pagaba el esfuerzo con una generosa ovación e, incluso, si alcanzaban el excelente encontraban al público en pie obsequiándoles con un par de bravos.
Viene todo esto a colación de la regresión que sufrí este fin de semana viendo la versión de «Cantando bajo la lluvia» que han perfilado entre Ángel Llácer y Manu Guix (y el resto de la compañía). Lo cierto es que la tarde empezó con algo de confusión: a diez minutos del comienzo, apenas la mitad del teatro Nuevo Apolo tenía sus sillas ocupadas. Miraba alrededor y no apreciaba ni un ápice del oropel al que me refería al principio. Cuando se apagaron las luces, me senté más tranquilo, pues casi la totalidad de la sala se había llenado (o estaban fumando o, como sucede en estos tiempos carentes de ningún rigor, aparecían con el tiempo justo. Y no. El teatro es una liturgia. De café previo y vino posterior con comentario de la jugada. En fin…).
La introducción por parte del maestro, fue acompañada de todo tipo de comentarios pueriles y luces de teléfono móvil (¿de verdad aún la gente no ha entendido que se apaga AL ENTRAR EN EL TEATRO?). Los primeros cinco minutos fueron un sinfín de gente llegando (más) tarde a sus sitios (antes, se impedía el acceso hasta el final de un número. Ahora, como la gente tiene derecho a todo…) y me temí lo peor.
Pero no. Fue todo lo contrario. Vestuario, baile, interpretación, música, cantantes, escenografía, claqué… Todo bajo el paraguas (qué bien traído, ¿eh?) de un musical eterno y que, por ello (todos tenemos en mente a Gene Kelly, Donald O´Connor y Debbie Reynolds), es muy difícil de representar. Un espectáculo de primer nivel. Este comentario es el de un aficionado profundamente enamorado de este arte. No es necesario buscar en él especificaciones técnicas y una crítica rigurosa. No la hay. Soy yo viendo el show con mi mujer, riendo, disfrutando y tarareando las canciones. Nada más.
Por todo lo dicho, salí del teatro pensando: ¿qué podría hacer yo para animar a que cualquier persona -con un mínimo de interés cultural- a que acuda y haga un éxito de algo que lo merece? Supongo que todos entendemos que, en 2022, éxito significa no perder dinero con un montaje de esta envergadura y lograr un prestigio suficiente para poder acometer nuevos proyectos, pero por si hay algún despistado, ahí queda.
Resumiendo: que como sé y puedo hacer poco, concluí que usar esta red para hacer una recomendación sincera valdría la pena. Háganse un favor si han leído hasta aquí y vayan a ver «Cantando bajo la lluvia». Y ya que estamos, arréglense un poquito. Según su criterio, no hace falta adecuarse a los cánones de antes. Pero valoren el esfuerzo denodado de los que están encima de las tablas, de los que ven y de los que corren entre bambalinas para que todo salga bien y abandonen la sala encantados dos horas y pico después.
Y una última petición: si les gusta, repitan con otra obra. Da igual el estilo, siempre que se sientan ustedes cómodos con la elección. Por eso yo solo sugiero. Pero con garantía, como El Corte Inglés.
Recuerden: en @cantandoelmusical, como se nombran en internet, llueven carcajadas y ritmo, te dan los buenos días, enseñan dicción y cantas (bajito, que los que lo hacen bien son los artistas). ¿Qué más se puede pedir? Parafraseando a Cosmo Brown, hacer reír. Y lo logran con creces.
What a glorious feeling…