Existen personas que se pasan la vida esperando accidentes afortunados. Y, ojo, a veces ocurren. Muy de vez en cuando, pero son posibles. El problema radica en esperarlo como salvación o solución a todos los problemas que te afecten.
El ejemplo es manido pero válido: ese jugador enfermo que afronta una mala racha (pobre iluso) doblando la apuesta porque, cree, la próxima vez ganará y se repondrá. Un cálculo en progresión geométrica. Una salvación que se torna condena.
También nos vale la señora (sin género, que es un ejemplo. Igual que el jugador «masculino» del anterior) que compra un billete de lotería y lo entierra entre estampitas de Santa Rita y San Periquitín del Monte, que dice ella que algo también podrá ayudar.
Dos crasos errores. A jugar se va sin presión y por torería, por divertimento. Nunca por necesidad. Porque la gracia pierde su significado en cuanto estás al borde del barranco. El que hace equilibrios sobre un cable debe tener la certeza (no total, pero casi) de que no va a caer. Y saber que, si eso ocurre, tiene opciones para evitar el desastre.
Igualmente es cierto que la naturaleza humana funciona así. Somos máquinas genéticas perfectas que viven de sueños improbables y anhelos erráticos. Solemos desear con avidez lo que no tenemos y perdemos el interés cuando lo logramos. Joder, somos niños la mañana del Día de Reyes. Al final la cabeza solo nos da para jugar con el papel que envuelve los regalos.
Todo lo narrado anteriormente es cierto desde la cuna hasta la tumba. Y el que lo niegue, miente. De igual modo, la experiencia te va reeducando para tomar lo malo con tranquilidad y lo bueno con mesura (ya podían leer esta última frase los políticos). Con el paso de los años, creas las consabidas corazas. En realidad, no pasan de chaquetillas para resguardarte un poco del viento. Te haces un poco más áspero, más duro… El caso es que esos deseos forman parte de un universo alternativo, tipo Marvel, que mantienes en la ignorancia, pero miras de vez en cuando de reojo. O, si no, que nos digan por qué pillamos décimos por doquier en Navidad o jugamos a los números de nuestro padre en la Primitiva.
Otra prueba: «yo quiero ser feliz». Con diecisiete años significa conseguir lo que me proponga y salir con Cha Cha de Gregorio, que es la chica que mejor baila del instituto de Santa Bernardina (ejemplo codificado, tipo Rydell). A los veintisiete, simboliza poder pagar el alquiler o hipoteca de un piso, quedándote algo de calderilla para salir un rato los findes e irte de casa rural (muy rural) cada equis meses. Con cuarenta, sabes (y si no, estás jodido) que ser feliz es un universo de pequeñas cosas (qué grande era Sanz), nunca una constante. Y que hay que disfrutar de la paz cuando vienen bien dadas y no caer en la desesperación cuando cae cruz.
Como decía al principio, hay instantes en tu vida, pocos, que se convierten en accidentes afortunados. Nunca sueles darte cuenta de ello cuando se dan, sino algo más tarde. Yo descubrí el concepto con una peliculita de andar por casa llamada Serendipity, que en el momento me encantó y ahora, simplemente, me provoca una sonrisa.
Y es que provengo de una generación que creció con las historias románticas de Meg Ryan (que justamente, no protagonizaba esa, manda narices). Ese era el deseo de muchos de nosotros (bueno, ese e irnos de gira con Guns n Roses): tener un flechazo de categoría que acabara como terminan Algo para recordar o French Kiss. Lo malo es que en la peli jamás nos enseñaban los meses posteriores. Ni siquiera el día después. Abrazo, beso apasionado, fundido o créditos. Y todos a por una hamburguesa. Y la vida, amigos, es lidiar con lo que ocurre justo después. Hacer una amalgama (me encanta esta palabra) entre esa aventura y los anhelos que llevas en la mochila desde hace tiempo.
La esperanza no se lleva bien con la impaciencia. Hay que jugar las cartas que te dan. Y las manos suelen ser de andar por casa. Cuando te den la buena, aprovéchala. Pero, escucha, te salga mal o bien, ganes o pierdas, deberás seguir jugando.
Últimos ejemplos que doy hoy relacionados con el párrafo anterior: lo habitual no es aspirar a tener millones, como Bill Gates, o una mansión en Acapulco. Casi siempre son pretensiones aparentemente accesibles y probables, pero que se tornan difíciles durante el camino: un familiar con una fuguilla que se complica (que se recupere), un disgusto en el trabajo que te crea ansiedad y te hace perder el sueño (a ver si pasa pronto) …
Yo he tenido dos hace poco.
Por un lado, está eso tan corriente de escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. Yo he intentado empezar por lo último. Y resulta que a la gente «se le caen» los niños, pero a nosotros nos está costando un poquitín (algo más, pero me animo si lo ajusto al tamaño de una minucia). Pues qué le vamos a hacer. Una vez pasada la fase de «por qué todo el mundo sí y nosotros no» y cruzada la de «gente que está todo el día hablando de sus embarazos sin darse cuenta de que cada palabra es una puñalada en tu corazón», llegas al punto de valorar la cantidad de cosas que sí disfrutas, de comprender que el hecho de poder tener un bebé es tan maravilloso que es lógico que la gente se deshaga en detalles de lo que supone, y que es más factible conseguir desde la calma y la sonrisa que desde los nervios y las prisas.
Por otro, hace unos días, el equipo deportivo con el que colaboro ha perdido la final de un gran torneo tras dejar en el camino a dos rivales, a priori, mucho más fuertes. De igual modo que en el ejemplo anterior, cuando superas los minutos de lloros, impotencia y callan los «y si», caes en la cuenta de la barbaridad que es haber logrado lo que pocas personas alcanzarán. Que el topicazo de mierda de «lo importante es haber podido jugar una final», aunque sea un cuento chino, lleva adherido que tu nombre (el del equipo, por supuesto) quede escrito en letras de plata a través de los tiempos. Y que tus contrincantes, vencedoras en este caso, tenían el mismo anhelo que tú y sólo uno podía llevarse el gato al agua.
La vida, en definitiva, no es el final de The holiday, aunque soñemos con tenerlo, ni el del gol de la Champions de Ramos. En la película, después, seguro que a Cameron Díaz y Jude Law se les estropeó la lavadora, tuvieron que pagar facturas a destiempo o sufrieron años difíciles en el trabajo. Ramos, tras aquella gloria, lleva un año lesionado y no sabe qué será de su futuro.
Ya sabes: calma. Afronta lo que venga como venga, sin hundirte y sin euforias efímeras. Sueña sin esperar resultados fijos. Confía sin construir sobre humo. Calma, muchacho, que aún quedan muchas manos por jugar.