Desde hace cosa de dos meses el Palacio de Santa Ana no deja de recibir parejas que se dicen te quiero como si fuera para siempre. Osados, pensarán unos. Locos. Ilusos. Prefiero creer que son soñadores, o al menos optimistas. Cuando me casé puse delante de mi mujer una cláusula futbolera escrita en una servilleta de Villa Paramesa, al tiempo que nos servían esa delicia de los dioses llamada camarón mexicano. El papelito decía «firmo hasta el 2067. A partir de entonces, renovaremos cada año si ambos estamos de acuerdo». No me nieguen que no es rubricar un horizonte cómico porque, para la fecha marcada, un servidor va a estar más arrugado que la ropa de un universitario durante su escapada veraniega a Conil.
Pero a pesar de las expectativas, la estadística, el poliamor y la madre que los parió a todos, la gente sigue comprometiéndose. Y diciendo que sobre un sofá chiquitín, dos sillas plegables y una tele de veinte pulgadas edificarán su hogar. Que compartirán cuentas o gastos o tarjeta de Carrefour y que, donde antes pasaban una noche de sábado entre copas, risas y apreturas pasionales, hoy aprovechan la mañana del fin de semana gastando lo acumulado en el chequeahorro. Si lo hacen felices, es posible que lleguen a la meta que puse en la servilleta.
*Así comienza el artículo «Los bailes que nos queden», publicado en El Norte de Castilla el 13 de julio de 2023. Puede continuar su lectura aquí