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Por ponerle en situación: imagine que deambula por las salas de un museo con las paredes atestadas de obras de un valor, según todas las webs especializadas, incalculable. Usted lleva las manos atrás, interesado y abierto a la sorpresa. Y sala tras sala se encuentra con cositas de Kandinsky, Pollock o Kooning. No se puede discutir la calidad de lo allí expuesto, pero siendo como es, sencillote, reflexiona sobre lo difícil que le resulta, en algún caso, apreciar la majestuosidad del cuadro. Es decir: un «mola, pero al décimo óleo de manchas llamado ‘Quintaesencia de lo onírico’, se me atraganta» de manual.

En los últimos años he trasladado aquel caminar sin rumbo y expectante a un hábitat jalonado, también, de colores, matices y, por qué no decirlo, exceso. El cóctel de las bodas se ha convertido en ese corredor, luminoso en este caso, que uno transita pensativo, sin saber muy bien dónde parar un rato o a qué carta quedarse. Y es que el error habitual de un invitado, al igual que el de un visitante esporádico de exposición, es pretender ser el perejil en todas las salsas, atiborrarse y perder el sentido y el juicio.

Buena culpa de ello es de los córneres, ese invento de Belcebú que nada tiene que ver con el fútbol y jamás está en una esquina, sino en medio de tu camino, impidiéndote avanzar debido a las exquisiteces que muestra.

*Así comienza el artículo «Menú de éxito», publicado en El Norte de Castilla el 1 de junio de 2023. Puede continuar su lectura aquí

Doctor Brown

Iba para inventor en los 50. Me quedé en el intento de escribir algo interesante. Vive y no dejes morir... de aburrimiento.

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