Dar pasos es natural, adecuado e, incluso, necesario.
Viene esta perogrullada a cuento del último disco de Dani Martín, «No, no vuelve», que recupera algunas de las canciones de El Canto del Loco en versión remozada. El asunto (y los consabidos pasos) vino acompañado de una campaña publicitaria digna de Sra. Rushmore (quizá haya sido cosa suya), a raíz de la cual media España se hizo ilusiones con el regreso de una de las bandas más exitosas de las últimas décadas.
Y no. Dani Martín dejó claro que eso (por ahora) no va a ocurrir —en realidad, en una entrevista lo dijo mucho más gráficamente ante la enésima preguntita de si regresarían: «ni tú tienes pasta, ni yo ganas». Ahí lo dejo, le faltó—.
Lo humano es acudir siempre al mito, y lo español, derribarlo cuanto antes. Le han dado palos como si fuera político y se los ha pasado por el arco del triunfo. Dani no necesita volver al Canto. Tiene éxito, revienta los aforos y se encuentra, según dice, mucho más en paz consigo mismo.
Por ello, me produce una inmensa curiosidad saber cómo se ha metido en el «embolao» de hacer este disco de versiones de su propio grupo. Dani tiene una nutrida masa heredera de aquellas canciones con las que dejarse la garganta una noche sí y otra también. Se saben cada recoveco, parada y gesto de Preguntas, Volverá, A contracorriente o Un millón de cicatrices. Y las esperan en sus conciertos, acompañadas de los hits que ha ido dejando su carrera en solitario. Puede que este movimiento obedezca a abrirse a una nueva hornada de jovenzuelos a los que les suena Insoportable o Besos, pero que no las sienten actuales (porque no lo son, demonios).
Pero hete aquí que Dani se sale (de nuevo) del carril y zas. Aparte, ha dicho un montón de verdades: «tocábamos mal, cantábamos regu… pero nuestras canciones tenían algo». Y, tras eso, ha regrabado muchas de ellas con unos músicos que tocan e interpretan infinitamente mejor, pero que no transmiten (al menos, al que suscribe) aquello ni de lejos. Escucho este disco y me parece que suena muy compacto y, a la vez, muy hueco; que tiene la mitad de alma que La montaña rusa, por ejemplo.
Dani Martín subió (o bajó, según opiniones) escalones con Lo que me dé la gana, un trabajo absolutamente desigual (en estilo) que contiene joyas como Portales o La mentira (por salirse por completo de lo obvio, esta última) y no tenía ninguna necesidad de volver a lo que hace veinte años le catapultó al número uno. O sí. Porque chico, a lo mejor lo que pasa es que Dani Martín hace lo que sale del orto. Y el resto tenemos la posibilidad de subirnos al carro o seguir poniendo los viejos CDs rayados una y otra vez.
Mi opinión («y quién te la ha pedido, pringao», dirán en Twitter) es que prefiero Que se mueran de envidia, Emocional, Romperás o Estrella del rock a un remedo actualizado de La suerte de mi vida. Porque, para eso, tengo la otra. Y, a cambio, me sigue interesando lo que Martín hace en solitario.
Si alguien ha echado un rato leyendo esto, seguramente pensará: bueno, muchacho, que tampoco eran Pink Floyd. Ni falta que hacía. No necesito que Sabina cante como Sinatra para transmitirme brillos y sombras, para trasladarme a garitos y horas intempestivas, para recordarme besos, caricias y otros mordiscos.
Tiene razón el cantante cuando comenta que esas canciones son nuestras. Son la banda sonora de unos días que no regresarán, pero que te quitan quince abriles cuando suenan en alguna fiesta. Por eso, Dani, me vas a permitir prescindir de esto último y acudir a aquellos años locos. Tu avioncito de papel va a seguir volando igual y prefiero pensar que, aunque sea ocasionalmente, todo volverá a ser como antes.