Deben ser las luces. Que brillan o acarician lo tenue. Que abrigan o regalan frío por los pasillos. Debe ser la edad, que tiñe de grises tantos blancos y negros, tanta certeza.
Senén perfilaba el marco de la foto familiar con lo gastado de sus dedos. Se suponía que aún le quedaba cuerda, o eso decía él, pero la única verdad era que tenía más tablas que dinero en el banco y el último año había dado clase a un nieto de uno de sus primeros alumnos, uno que le recordó nombre y apellidos y al que soltó un «ah, sí, claro», sin tener ni repajolera idea de quién demonios era.
Porque los ojos de Senén, pequeños y aterciopelados en avellana, vestían arrugas desde hacía un tiempo. Y lo hacían del mismo y elegante modo en el que mostraba a su cohorte de pequeños infantes los vericuetos de llegar a la solución de un problema: con discreción.
Se probó los ropajes de mandamás, por imperativo «dedocrático», durante una aciaga década. Nunca le quedaron bien ni le produjeron orgullo.
—Que yo soy maestro. Ni gestor, ni administrador, ni médico, ni psicólogo—decía sin querer mostrar cuánto detestaba invertir la mayoría de su tiempo en burocracia en vez de en conocimiento.
Colgó las llaves del despacho tras varios sinsabores con compañeros poco compañeros y padres sin carnet acreditativo. Y volvió a su aula, su pizarra y sus manías.
Senén acariciaba el retrato de su esposa y su hijo asumiendo que iban a tener de él lo que no les había dado en los cuarenta años previos: tiempo. Pero del valioso, el efectivo. Porque mucho del pasado había caminado entre medias sonrisas, contestaciones vagas o afirmaciones cortas en la mesa del salón mientras repasaba apuntes, fichas, controles o revisaba nuevos textos para las clases.
—Bueno, que va siendo hora.
Como nunca fue un hombre de alharacas ni estridencias, se dispuso a salir de clase como había vivido: con naturalidad y sin ruido. Estaba bajando las persianas por última vez cuando recordó aquella humilde pareja de padres que se acercó a él en su quinto año de servicio para agradecerle la labor con su hijo, un chavalín de once años con poco freno y demasiado impulso.
—Señor maestro—dijeron—, infinitas gracias por su trabajo e interés.
Y recordaba aquello de señor maestro con gracia, como si se le fuese a escapar una carcajada. Porque en los últimos años todo estaba plagado de «profe», «Senén», «oiga»… Que no le molestaba, pero, sin ser rancio, le parecía que lo de maestro mostraba un respeto eterno por su faena. Serían los tiempos, quién sabe.
Apagó las luces y cerró la puerta. Había visto en internet varios vídeos de despedidas a otros profesores: confeti, aplausos, vítores… Senén siempre había huido de eso. A tal efecto, adrede, ocultó la fecha de su jubilación a todo el mundo menos a Celia, su mujer, y Celes, el actual director y antiguo alumno. Es posible que hubieran preparado algún festival para el día siguiente, que era el marcado en rojo, pero no quería distraer ni darse lustre. Acordó con Celes que venderían esa mentirijilla y que él escribiría a todo el claustro por la tarde disculpándose por su inocente truco y dando las gracias por intentar homenajearle. El director accedió a regañadientes, pero su antiguo mentor le había dirigido esa mirada que ya de alumno había sufrido: la del peso de la experiencia y la elección del camino adecuado.
Senén bajó las escaleras agarrado a la barandilla por la que tantos chiquillos se habían deslizado durante cursos y cursos. Apagó la luz del pasillo («qué manía con dejarlas encendidas», pensó) y llegó hasta Recepción.
—Hasta mañana, Senén.
—Hasta mañana, Loren—pronunció de medio lado al notar que algo se le atravesaba en la garganta.
Tosió un par de veces y se recolocó la lustrosa gabardina que le habían regalado por su reciente cumpleaños. Siempre mantuvo que ser mayor no estaba reñido con cierto porte refinado, así que se concentró en ese pensamiento antes de cruzar la puerta y saborear el último instante en la que durante casi medio siglo había sido su casa. Giró el picaporte y salió.
Los gritos le hicieron soltar el maletín y echarse junto a la puerta. Menos mal que Loren había bajado, disimuladamente, y sujetaba desde atrás, o se hubiera caído. Todo el claustro estaba dispuesto a los lados aplaudiendo a rabiar. La gente que pasaba por la calle se paraba al ver a más de quinientas personas vitorear y enarbolar pancartas. La más graciosa, o en la que más se fijó Senén, fue la que ponía, entre flores y garabatos varios, un enorme «gracias, maestro», pero sin coma en el vocativo ni Dios que lo fundó.
La emoción le impidió caminar y saludar a la gente hasta que su familia y Celes, maldito chivato, se adelantaron y le condujeron por el improvisado pasadizo. Y mientras lo recorría, saludaba y era abrazado, Senén notó que la luz era intensa, pero no molestaba. Que daba cierto confort, a pesar de correr por mediados de noviembre. Y apreció, de nuevo, que al igual que la experiencia, la vida te da el gris que necesitas cuando te sientes seguro en el blanco o el negro.
Relato participante en el concurso
de ZENDA e IBERDROLA
#MaestrosInolvidables
Muy bonito Senén, digo, Doctor Brown!!!
Enhorabuena!!
Favor que usted me hace, Monsieur.