El otro día comí con un par de amigos, Ana y Miguel, de buena ley, cumplidores, esforzados… Buena gente. Ambos tienen trabajo, cosa de agradecer en los tiempos que corren. Igualmente, los dos, como casi todo hijo de vecino que trabaja por cuenta ajena, tienen jefe.
Los jefes son una especie curiosa. Lo habitual es que no hayan habitado ese estrato durante toda su vida. Con toda probabilidad habrán empezado como pueblo llano, de café y cigarro a media jornada y trabajo a destajo. Se habrán fijado en sus superiores, habrán marujeado con sus iguales y criticado decisiones sin saber que no le competían al jefe o que había un montón de circunstancias desconocidas que marcaban, inexorablemente, el sendero a seguir (sin que el supuesto jefe pudiera modificarlo).
En el primer plato -pronto empezábamos- Ana y Miguel mostraban una cara afligida, cansada. «Será una semana complicada», pensé yo y me dispuse a servirles mi quiche, especialidad de la casa que levanta el ánimo al cadáver del progenitor del Tenorio.
—Bueno, ¿qué tal por la empresa?
La pregunta era retórica, de las que lo único que provocan es el inicio de una conversación, que estaba el ambiente algo gélido y no habíamos empezado con el vino. Al momento, Ana bajó la cabeza como si el mantel mostrase algo interesante. Miguel asió la copa y bebió un trago largo. Me temí lo peor. Despido, cierre de la compañía, qué sé yo. Y no, era más intrincado y, seguramente, más duro incluso de lo que había previsto.
Si tuviera que organizar la conversación debería empezar por mi bromita de mierda sobre que tampoco se habría muerto nadie. El silencio catedralicio y el codazo de mi mujer, directo a las costillas como si de un luchador de MMA se tratase, me hizo arrepentirme al instante. Desde ahí, callé y escuché. El resumen sería, a grandes rasgos, este:
- Ana y Miguel trabajan en sociedades diferentes, con diferentes intereses y productos. Diferentes cargos, distintos horarios… Pero comparten un conjunto de rasgos de jefe concreto: el jefe improductivo. Aquí mis pensamientos podrían haber volado hasta el consabido «caradurismo» propio de cierto sector de la clase gobernante, que pretende hacer lo menos posible, cobrar lo más y que nadie les dirija, excepto si los que mandan son ellos (y ellas). Pero ese perfil no hacía match con la vida que yo conocía de Ana y Miguel. Así que seguí escuchando.
- El jefe improductivo comienza siendo uno más, un colega, un socio. La persona de la mesa de al lado. Al poco, todo cambia. Y toma dos vertientes: el jefe «Pantene» o el jefe «mosca».
- El jefe «Pantene» es el que siempre lleva tatuado en su cabeza: estoy aquí porque yo lo valgo. A partir de ahí, hay que tener claro que intentará convencer al entorno de que su idea es la correcta, pero su segundo argumento siempre será: porque lo digo yo. Y se jactará de no ir de ese palo. Fácil de reconocer.
- El jefe «mosca» tiene una intención e interés más loable, pero igual de nocivo: revolotea, tiene visión perimetral, está a todo… y a la vez a nada. Abre tantos frentes que no hace trinchera en ninguno. Se le supone muy válido, pero es, por su condición tensa y poco firme (en cuanto a las decisiones), raramente fructífero.
- Ambos comparten una adicción al trabajo y dudan de que haya más vida en el horizonte. Pero, sobre todo, son adictos al trabajo… del resto. No disfrutan del logro o el éxito porque siempre están pensando si han superado a tal o cual. Desasosegante.
- Uno y otro perfeccionan la técnica del «divide y vencerás». Que nadie se lleve excelentemente bien con nadie o, al menos, «que no tengan la confianza para que puedan hacer frente común contra mí. Todo se habla conmigo o no se habla. No existe». Mari Complejitos, le digo yo.
- En alguna versión evolucionada, pasaron un tiempo criticando lo que hacía el antiguo mandamás para, una vez que le han movido la silla, tomar las mismas opciones.
Dos copas y media de tinto después, y con el quiche devuelto al horno para que no se quedase como una pista de snowboard, Ana y Miguel terminaban su exposición narrando lo desquiciante de la situación, poniendo el punto álgido en la habitual discusión salvaje para llegar a un punto común, cosa que el jefe interpretaba como haber permitido que se anotasen un punto. Solía venir seguido de una decisión que dejaba bien claro quién mandaba, decidía y ponía los puntos sobre las íes (aunque, a veces, y con ese criterio, las pusiera sobre consonantes).
La cena transcurrió, tras aquello, de manera relajada. Desahogarse, quizá, supuso abrir la espita de algo que llevaba demasiado tiempo atorando una angustia fea, supuestamente abordable, pero tóxica al cien por cien.
Cuando se fueron y recogimos todo, seguía dándole vueltas al tema. No por cabezón, que también, sino por la parte que me pudiera tocar. A uno le hicieron «jefe» hace un tiempo y es sano preguntarse si ha caído, de cuando en vez, en esos errores. Al menos espero no haberlo hecho en todos a la vez.
Mi santa se fue a dormir y yo tenía remusguillo en los dedos. Dicen que beber refresco de cola por la noche no es adecuado, por aquello de la cafeína, pero los experimentos de gin-tonic no me atraen y tengo buenos amigos que regalan un ron estupendo. Doorly´s y una lata light, por aquello de guardar la línea (ejem). Dos sorbos y me puse a escribir sobre lo que el jefe (cargo que detesto) debería ser o, al menos, intentarlo. Quedó, más o menos, así:
- Vaya por delante que los jefes suelen tener un gran jefe, un mandamás, un gerifalte… Alguien que tiene el verdadero poder. Un jefe es un coordinador. Un conductor de un autobús con gente que va en la misma línea, pero se baja en diferentes paradas. No todos pueden bajar en la misma, porque no están preparados para ello, pero sí deben entender que es importante que vayan en el mismo bus.
- El jefe debe ejercer su labor hacia arriba y hacia abajo, es decir, coordina y dirige el trabajo de los departamentos a su cargo y, de igual manera, expone a sus superiores lo que él opina de las decisiones a tomar. Y, en ocasiones, debe hacer ambas cosas de manera vehemente. Es particularmente difícil porque, hacia abajo, no debe ser aplastante y, hacia arriba, no conviene pasarse de exigente. Lo suyo (lo mío) es una tierra de nadie.
- La clave para que el punto anterior se lleve a cabo (ya veremos si con éxito o no) es que el jefe lidera. Y, si lidera, tira del vulgar carro que decora todos los ejemplos. El día que se suba y tiren solo los de abajo, comenzarán las habladurías (con razón). Es duro, pero es la realidad. Y si no te gusta, no aceptes el cargo. La clave, entiendo yo, es capitanear una iniciativa y, cuando la inercia de esta lo permita, delegar esa responsabilidad y, automáticamente, guiar otra personalmente. Es el trabajo de nunca acabar. Esa, y no otra, es la realidad de ser jefe (pregúntenselo a los autónomos).
- Se da con frecuencia que el superior al jefe insiste en un planteamiento agotado o que no da el resultado esperado. Dicen por ahí que la locura es hacer lo mismo una y otra vez y querer obtener un resultado distinto. Aquí entran superiores y subordinados, y hay que batallar con ambos. Los primeros, porque se enrocan, de cuando en cuando, en que lo que funciona no se toca… menos cuando no funciona como debe. Ahí interviene el jefe, que suele encontrarse con un «no a todo de principio». Esa brega desgasta más que pelearse con un cliente, porque tú ves, generalmente, todo a pie de campo, y el superior lo hace desde una mesa de un despacho en otro piso. Convencer a alguien de que las paredes verdes, normalmente, son verdes es una lidia digna de las mejores faenas de Curro Romero. Lo único es que, una vez conseguido (si lo logras), no disfrutas del trofeo. Estás demasiado cansado y aún tienes que prepararte para la de tu equipo de trabajo, que han cogido inercia y dicen que para qué cambiar nada, que «aquí siempre se ha hecho así». Un castigo. Eso es lo que es desempeñar correctamente este cargo.
- Marcado como el hierro en las reses está el hecho de dialogar y razonar las decisiones con aquellos a los que diriges. Si es una decisión inmediata, hazlo antes. Si no ha habido ocasión, expón que habrá lugar poco más tarde. Puede que no se entienda, pero es fundamental informar a tu equipo de trabajo de que las cosas se hacen por algo y tras un proceso. En caso contrario, volveríamos al punto inicial del jefe improductivo, donde se terminan haciendo las cosas por el artículo treinta y tres y sin alegaciones. También es cierto que hay quienes se agarran a su opinión con uñas y dientes aunque su postura esté más basada en su bienestar y nulo esfuerzo que en hechos contrastados. Supongo que, cuando no se atiene alguien a razones, está aceptado el «porque tiene que ser así», pero que no sea por no haberlo intentado.
- Por último, pero no menos importante: el jefe debe devolver cualquier relación laboral al statu quo inicial. A veces las decisiones se toman rápido o en un momento farragoso o tenso. Rara vez se piden por favor en ese instante. No pasa nada por disculparse o dialogar sobre el hecho después. No pierdes poder, no han «ganado». Es sano. Puede darse que nunca sea recíproco y te quedes con una sensación agridulce. El orgullo ajeno no se domina. Es cosa de los demás. Y aquí estamos hablando de lo que puedes hacer tú, desde tu lugar predominante. Otro día hablaremos del trabajador eternamente insatisfecho, del que tiene las manos justas para colocarlas bajo los sobacos y protestar por la cantidad de cosas que tiene que hacer (y no empieza jamás a hacer). Pero hoy estamos a otra cosa.
Tras dos cubalibres di el artículo por zanjado… por el momento. Al menos me sirvió para localizar personas poco eficaces y con ínfulas de grandiosidad. Quizá se lo mande a Ana y Miguel. Aunque no puedan hacer nada, puede que se rían un par de minutos estableciendo conexiones. Eso no se lo pueden quitar.
Incluso me gustó el toque final: «El esfuerzo personal mal entendido suele generar conflicto. Pero es un sistema de detección perfecto: el que en una discusión se agarre primero al «yo hago un montón de cosas» y nunca diga cuáles son, ese es al que van dedicadas estas letras».