Hay una pareja en un banco de la Plaza de España, junto a la bola del mundo. La canícula, pegajosa, es la justa para quererse sin apretarse demasiado. Y ellos, ahí están. Más agarrados que dos bailando «A media luz». Llega el 8 y la fila va subiendo al autobús. Pocos dicen buenas tardes. Será que el billete cuesta más caro si eres educado. Cuando están cerrándose las puertas, el chaval entra de un salto. Saluda al conductor, da las gracias por no dejarle en tierra y camina hasta el fondo del vehículo. Ya me cae mejor que el ochenta por ciento de los ocupantes.
Este bus no es de los nuevos y boyantes, esos verdes eléctricos tan preparados que lo mismo te llevan a Vallsur que te explican el casco histórico a través de sus pantallas. No, aquí todo el mundo va en silencio. Y se agradece. También es cierto que cada cual va mirando su teléfono como si estuviera repasando el examen de mates de selectividad. De pie, hay una señora que saca la lengua mientras aprieta botones en un juego de bolitas. Observo a un señor sentado al principio. Lee la web de El Norte separando el terminal de su cara hasta conseguir adivinar algo de lo último de Berzal. No puedo evitar pensar que la radiante tarde invita a admirar la ciudad a través de los cristales, pero las cabezas se mantienen gachas, como las de los penitentes en procesión, inmersas en un cosmos digital que poco o nada suele adaptarse al real que recorremos. Me estoy haciendo viejo, pienso.
*Así comienza el artículo «Canción triste», publicado en El Norte de Castilla el 15 de junio de 2023. Puede continuar su lectura aquí